El mejor jamón ibérico del mundo a menudo se presenta cubierto por una capa de moho, una visión que haría a cualquier profano correr a por un estropajo y jabón. Sin embargo, es precisamente en ese momento cuando un maestro cortador sonríe con complicidad, sabiendo que esa pátina blanquecina o verdosa no es un defecto, sino la firma inconfundible de un proceso de curación artesanal y excepcional. Esta revelación, que choca con todo lo que creemos saber sobre la seguridad alimentaria, es el primer paso para entender la verdadera magia que se esconde en una pata de jamón.
Este descubrimiento, que choca frontalmente con nuestra aversión instintiva al moho, es la puerta de entrada a uno de los secretos mejor guardados de nuestra gastronomía. La idea de lavar un jamón entero bajo el grifo no solo es un sacrilegio para los expertos, sino que es un error garrafal que destruiría matices de sabor y aroma que han tardado años en desarrollarse en la quietud de una bodega. Ahora entiendo por qué los chefs profesionales nunca lo hacen, porque han aprendido a respetar la biología que convierte un simple trozo de carne en una obra de arte culinaria.
ESA CAPA DE MOHO QUE TANTO ASUSTA: EL PRIMER SECRETO DEL MAESTRO CORTADOR

La primera vez que uno se enfrenta a una pata de jamón ibérico de alta calidad sin limpiar, la reacción más común es de alarma. La superficie está cubierta por una capa de aspecto polvoriento, con tonos que van del blanco al gris verdoso, algo que nuestro cerebro asocia inmediatamente con la descomposición. El instinto nos grita que algo va mal, que ese producto tan caro se ha estropeado. Pero el experto ve algo completamente diferente, ve el testimonio de meses o incluso años de reposo en una bodega natural, un proceso lento y controlado donde cada elemento tiene su función.
Esa capa no es un moho cualquiera, de ese que crece en el pan olvidado. Se trata de una flora micótica controlada, un conjunto de levaduras y mohos beneficiosos del género Penicillium, similares a los que encontramos en quesos como el Roquefort o el Cabrales. Esta «flor», como la llaman en algunas zonas productoras, es un indicador de una curación lenta y natural, realizada en bodegas con las condiciones de humedad y temperatura adecuadas. Lejos de ser un enemigo, esta capa es el primer escudo protector del jamón, un guardián que vela por su correcta evolución.
EL LABORATORIO SECRETO DE LA BODEGA: ¿QUÉ PASA MIENTRAS EL JAMÓN ‘DUERME’?

Para comprender el papel de esta flora, hay que viajar al corazón de la bodega, el santuario donde ocurre la magia. Tras la fase de salazón, las piezas se cuelgan en secaderos y bodegas naturales durante un periodo que puede superar los cuatro años. Es una etapa de transformación silenciosa, donde la pieza pierde lentamente hasta un tercio de su peso, concentrando sabores y transformando su estructura interna en un proceso casi alquímico. Es en este ambiente, con su penumbra y su humedad específica, donde los mohos encuentran su hábitat ideal para colonizar la superficie del jamón.
Esta colonización no es un accidente, sino una parte fundamental del proceso artesanal. La capa de moho actúa como una barrera física y biológica. Por un lado, regula la velocidad a la que el jamón ibérico pierde humedad, evitando que la superficie se seque demasiado rápido y se forme una corteza dura que impediría la correcta curación del interior. Por otro lado, esta flora beneficiosa compite con otros microorganismos potencialmente dañinos, impidiendo que estos puedan prosperar y estropear la pieza. Es, en esencia, un sistema de defensa natural y perfecto.
UN UNIVERSO DE AROMAS BAJO LA CORTEZA: EL PAPEL DEL MOHO EN EL SABOR

El papel de esta flora micótica va mucho más allá de la simple protección. Estos microorganismos son pequeñas fábricas bioquímicas que trabajan sin descanso en la superficie del jamón ibérico. Durante su crecimiento, liberan una serie de enzimas que penetran ligeramente en la grasa exterior y en la carne. Estas enzimas desencadenan procesos de lipólisis y proteólisis, es decir, la descomposición de grasas y proteínas en moléculas más pequeñas y mucho más complejas aromáticamente. Esto contribuye de manera decisiva a la riqueza organoléptica del producto final, aportando notas de frutos secos, de bodega y matices que recuerdan a la tierra húmeda.
Lavar la pieza entera con agua sería eliminar de un plumazo todo este trabajo de años. El agua no solo arrastraría los mohos, sino que también diluiría y dañaría esas complejas moléculas aromáticas que se han formado en la superficie. Sería como borrar la memoria gustativa del jamón. El sabor de un gran jamón ibérico no reside solo en la carne, sino en el equilibrio perfecto de todos sus componentes, incluida la sutil pero crucial contribución de esa capa exterior que tanto nos asusta al principio. Los chefs lo saben y por eso la tratan con el máximo respeto.
EL RITUAL DEL CORTE: CÓMO PREPARAR LA PIEZA SIN ARRUINARLA

Entonces, ¿el jamón no se limpia nunca? Sí, pero de una manera muy específica y localizada. El ritual correcto no implica agua, sino un cuchillo y sentido común. Antes de empezar a cortar, el profesional limpia única y exclusivamente la zona de la que va a extraer las lonchas. El primer paso es retirar la corteza más externa y dura con un cuchillo de hoja ancha. Justo debajo se encuentra una capa de grasa de color amarillento, una grasa que se ha oxidado por el contacto con el aire y que tiene un sabor rancio y amargo, por lo que debe ser eliminada por completo.
Una vez retirada esta primera capa, aparece la grasa blanca o rosácea, la grasa buena que acompaña a la loncha. El resto de la pieza, la parte que no se va a consumir ese día, se deja intacta, con su capa protectora de moho y corteza. Esto asegura que el jamón ibérico se conserve en perfectas condiciones, protegido de la desecación y la oxidación. Limpiar solo lo necesario es la clave para disfrutar de la pieza durante semanas, garantizando que cada nueva sesión de corte ofrezca la misma calidad que la primera, un principio que todo aficionado debería adoptar.
DE LA DEHESA A LA MESA: UN TESORO GASTRONÓMICO QUE MERECE RESPETO

Entender la función de la flora micótica nos permite apreciar el jamón ibérico en una dimensión mucho más profunda. Nos obliga a verlo no como un simple producto industrial, sino como el resultado de un ecosistema complejo que empieza en la dehesa, con cerdos que se alimentan de bellotas, y termina en la bodega, con microorganismos que trabajan en simbiosis. Cada paso de este largo viaje es fundamental para el resultado final, y el respeto por estos procesos naturales es lo que diferencia a un jamón bueno de uno excepcional.
Al final, la lección que nos enseñan los chefs es una de humildad y sabiduría. Nos enseñan a mirar más allá de las apariencias y a entender que, a veces, lo que parece un defecto es en realidad una virtud. Esa capa de moho no es suciedad, es la pátina del tiempo, la huella de una curación paciente y el sello de un producto vivo. Comprender esto no solo mejora nuestra técnica a la hora de tratar un jamón ibérico, sino que enriquece la experiencia de saborearlo, convirtiendo cada loncha en un homenaje a la tradición, la naturaleza y la paciencia.