¿Qué fue de las pequeñas tiendas de electrónica?

En los años ochenta la llegada de dispositivos electrónicos de todo tipo (los que ahora se les llama con el rimbombante nombre de «gadgets») inundó el mercado, y eso hizo que, como con la llegada de la telefonía móvil los barrios se llenaran de comercios de «amenas», «airteles» y «movistares-movilines» (a finales de los noventa y principios de siglo), en aquellos ochenta se viviera ya algo similar.

Por aquellos tiempos walkmans, radio-casettes y vídeos demandaban consumibles de todo tipo: cintas VHS y Beta, casettes (los «tapes»), y «artilugios» de todo tipo. A eso había que unir, por supuesto, el abaratamiento de los procesos de producción, que propició el que muchos de esos aparatos fueran accesibles a todo el público y, en efecto: también la relojería, con la popularización de marcas japonesas, con Casio, Citizen y Seiko a la cabeza.

¡Nos engañan como a bobos con los dispositivos de los escaparates de hoy, y qué dulcemente viven muchos engañados!

¿Qué fue de todas aquellas pequeñas tiendas? Solo con dar una vuelta por nuestro barrio de juventud podremos, sin lugar a dudas, ubicarlas en el local (o locales) que antaño ocupaban. La mayoría de ellas eran pequeñas tiendas con sus escaparates llenos a rebosar de «elementos mágicos» de todo tipo, receptores de radio, relojes y calculadoras, y un sin fín de dispositivos de todos los estilos, en forma de reproductores de música. Una de las tiendas que más recuerdo es hoy, en mi caso, un pequeño comercio de pavimentos. Aquella tienda de electrónica de los ochenta colapsó y cerró con la crisis que también sufrieron los fabricantes de relojería digital a mediados de los noventa. Ese marcó su declive, y la llegada de los móviles y smartphones «chinorris» que usan ahora la mayoría de consumidores supuso la puntilla.

Ciertamente, eran otros tiempos, unos tiempos en los cuales, cuando acudías a adquirir algún dispositivo electrónico (y no estos malditos «gadgets» de hoy) salías con un aparato fiable, duradero y con un estilo único y distintivo. Hoy son clones unos de otros, meras copias hechas por esclavos en factorías sin nombre que luego remarcan y ahí acabas, engañado con un dispositivo que cuesta diez dólares y pagando por él mil. Lo más triste de todo, lo realmente penoso, es que la mayoría, luego, lo usan tan contentos. ¡Ah, qué dulce e ingenua es la ignorancia!

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