Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, la cúspide de la sangre

El XVII duque de Alba, retratado por Sorolla y Zuloaga, emprendió la tarea de reconstruir el inmenso patrimonio artístico de la Casa de Alba.

Asomarse a las vicisitudes de la Casa de Alba es como sacar la cabeza para mirar la caída de un acantilado. Algo así como cazcalear por la Historia de España desde la Edad Media a nuestros días, con todas sus tiritonas. Para otear el comienzo de esta estirpe hay que echar la vista muy atrás, allá por el siglo XIV, cuando este país era casi un bosque por entero. Lo ocurrido desde entonces queda expresado en medio centenar de títulos nobiliarios, mucha disciplina de clase y una fastuosa herencia artística.

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Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, duque de Alba, en una fotografía difundida como academia de la Real Academia Española.

Ninguno de ellos alcanza, con todo, el temblor del inicio de la Guerra Civil y los milicianos comunistas que quedaron al cuidado de los tesoros del Palacio de Liria durante los bombardeos de Madrid. Circula una fotografía que aún hoy despacha una punzada inédita: un tipo con mosquetón al hombro se detiene alucinado a observar el lienzo de Gérard Seghers que atrapa el momento en el que Artemisa se dispone a beber las cenizas de su esposo Mausolo.

Cuando las dieciocho bombas incendiarias cayeron pasadas las cuatro de la tarde del 17 de noviembre de 1936 sobre la residencia principal de los Alba -los proyectiles atravesaron sin resistencia el zinc del tejado y alcanzaron rápidamente la armadura de madera del inmueble haciendo inútiles los esfuerzos para sofocar las llamas-, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó (1878-1953), XVII duque de Alba, se encontraba a salvo en Londres, donde se haría cargo de la representación diplomática de la España de Franco.

Su precipitada marcha dejó sin concluir un retrato del noble y su hija Cayetana en los jardines del Palacio de Liria encargado al onubense Daniel Vázquez Díaz. El artista, que llevaba prendido en la camisa el aroma de las vanguardias tras anidar en alguna esquina loca de París, acababa de pintar con aires nuevos al duque, quien asoma con traje gris y pose sobria. La armadura del conde-duque de Olivares -acaso la misma que reprodujo Velázquez en su célebre retrato ecuestre- recuerda el pasado ilustre de la dinastía.

Porque de la historia de esta familia cuelgan guerras y traiciones, intrigas políticas y ventajosas uniones, adulterios y ambiciones, acumulaciones de tierras y de mercedes, patrocinios de pintores y poetas, que desembocan en la acumulación de diversos linajes españoles, ingleses y franceses que venían aupados no sólo con grandes mayorazgos sino con importantes patrimonios. En ese devenir de la sangre hay nombres fundamentales que hicieron la historia de la saga y otros, también necesarios, que ayudaron a avivarla.

Entre éstos últimos destaca Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, quien ensanchó la colección en las primeras décadas del siglo XX la colección, restituyendo al patrimonio familiar algunas de las piezas principales de la historia de la Casa que habían sido vendidas, traspapeladas o perdidas a lo ancho de los siglos, como el retrato doble de Carlos V e Isabel de Portugal, de Rubens, copia de un original de Tiziano perdido que el emperador se llevó a su retiro en Yuste. 

Esa reconstrucción del patrimonio artístico de los Alba emprendida por el XVII duque fue en paralelo a la definición exacta de su imagen pública. Jimmy quedó olvidado entre las frivolidades de juventud y, de aquella espuma, surgió don Jacobo, quien empezó a cultivar las amistades de artistas e intelectuales, ocupar plaza en las academias y, finalmente, asumir altos cargos de responsabilidad durante el reinado de Alfonso XIII, como su participación en las comisiones que debían dirimir la construcción de carreteras por sus propiedades.

Conviene, en este punto, subrayar el papel jugado por dos mujeres en la orientación del duque: su madre, la editora e investigadora Rosario Falcó y Osorio, quien estuvo al cuidado de su diezmada fortuna (“alcanzaba para mantener abiertos los palacios, para sufragar los gastos de la Casa y agregadas, para ejercer importantes funciones de mecenazgo y para atender a cuantos acudían a su casa en busca de socorro”, dice uno de sus biógrafos), y su esposa, Rosario de Silva y Guturbay, heredera del ducado de Híjar, que sumó los cuantiosos caudales amasados por su familia con sus pesquerías.

A ese giro atiende el retrato que Joaquín Sorolla realizó del XVII duque de Alba en 1908, cumplidos los treinta años. El aristócrata, con fino bigote, asoma de cuerpo entero, con la mirada ajena al espectador y situado en uno de los salones del Palacio de Liria, del que se aprecia la chimenea de piedra y el tapiz que cubre la pared. En el extremo derecho se llega a identificar el retrato de Tiziano del Gran Duque, por quien don Jacobo sintió una gran admiración. Esta elección vendría a recalcar el prestigio histórico de su familia y la continuidad del linaje de los Alba.  

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Fotografía tomada entre 1868 y 1872 por J. Laurent del retrato de ‘El gran duque de Alba’ de Tiziano.

Los estudios de esta obra recalcan el impacto en el pintor valenciano de los retratos reales pintados por Velázquez en los inicios de su carrera en la Corte madrileña. De ellos parece provenir tanto la composición -con la alargada figura negra recortada sobre un fondo de tonalidad homogénea- como el tratamiento de los negros del traje y las amplias pinceladas del escenario, que dotan al cuadro de gran calidad. Indicativo de la satisfacción del propio Sorolla con el resultado obtenido es que el artista incluyó este retrato en el grupo de lienzos que envió a Roma en 1911, a la Exposición Internacional.  

Cabe anotar, además, que el duque Jacobo fue el primer cliente español que encargó su imagen a Ignacio Zuloaga cuando éste aún residía en París. “Mientras viva recordaré con emoción y agradecimiento aquel día que con el señor Errazu vino usted (hace muchos años) a mi estudio de Montmartre en París”, se lee en una misiva del pintor al aristócrata fechada el 19 de marzo de 1945, que prosigue así: “Aquel día fue uno de los mejores de mi vida, pues nunca podía yo soñar que usted -duque de Alba- iba a ser el primer español que se atreviera a encargarme su retrato”. 

Desde aquella jornada evocada por el artista surgió una buena y sincera amistad entre ambos, conservándose dos retratos del XVII duque de Alba surgidos de la mano del pintor eibarrés, uno de ellos de carácter más oficial y un segundo, no menos formal, pero alejado de la tradición de la Casa. El primero, fechado en 1918, presenta al aristócrata en el exterior del palacio, ante su fachada principal, vestido con el traje de maestrante de Sevilla y manto de la Orden de Calatrava. Como en otras ocasiones, el perro del duque libera a la obra de excesivo formalismo.

Treinta y tres años más tarde, en 1945, año del fallecimiento del pintor, Zuloaga realiza un segundo retrato del duque. En esta ocasión, ofrece una imagen menos oficial, al presentarlo sentado en un sillón, vestido con traje gris, la mirada ajena al espectador y sobre un fondo neutro, despojando el espacio de elementos decorativos. El detalle del libro que sujeta en su mano derecha recuerda su conocida fama de bibliófilo, que le hizo reunir una importante biblioteca, y su destacada faceta de intelectual, que replican sus contemporáneos. 

Cierran la larga serie de retratos del XVII duque de Alba dos firmados por artistas extranjeros que dan testimonio de facetas relevantes de su vida pública. El primero lo ejecutó en 1940 el pintor neozelandés afincado en Gran Bretaña Oswald Biley, coincidiendo con el periodo en el que el aristócrata ocupó el cargo de embajador en Londres. Esta obra refleja, por una parte, la afinidad de don Jacobo con Gran Bretaña y, por otra, su relevancia política, recordándonos a su más brillante antecesor: Fernando Álvarez de Toledo, El Gran Duque.

Diez años después, en 1950, está fechado el último retrato, pintado por el artista ruso Michel Werboff, que constituye una interesante declaración del ideario político del duque. Aparece retratado de medio cuerpo con traje gris, a la edad de setenta y dos años. Detrás de él cuelga bien visible un retrato de Alfonso XIII, del que había sido ministro y amigo personal. Luce únicamente la condecoración que le concedió el monarca, el Toisón de Oro, reforzando la estrecha relación que siempre unió a ambos y deja bien patente las ideas monárquicas que profesó. 

A día de hoy, el inventario artístico de la familia reseña un ajuar de mucho tonelaje: centenares de óleos, dibujos, tapices, acuarelas, miniaturas y piezas arqueológicas, junto a una biblioteca de más de dieciocho mil volúmenes que alberga parte esencial de los documentos y libros que dan contorno a la Historia de España, con las cartas autógrafas de Cristóbal Colón como pilares, la Biblia de la Casa de Alba como tesoro y la edición príncipe del Quijote como centro, con la segunda parte dedicada por Cervantes al conde de Lemos, antepasado de la Casa de Alba.

La familia sigue atesorando piezas excepcionales, de Vanucci a Sorolla. Y entre ellas, algunas tablas y telas maestras como La última cena adscrita la escuela de Tiziano, el autorretrato de Mengs, un Cristo en la cruz de El Greco, el San Onofre de José de Ribera, el Santo Domingo de Guzmán de Zurbarán, el extraño óleo del pintor manierista florentino Cristofano Allori, Judith con la cabeza de Holofernes, un lienzo de la infanta Margarita atribuido a Velázquez y una excelente muestra de retratos ducales firmados por Goya, Zuloaga, Xaver Winterhalter y los Madrazo.

El XVII duque de Alba falleció en la ciudad suiza de Lausanne, víctima de un cáncer de pulmón, el 24 de septiembre de 1953, pocos días antes de cumplir los setenta y cinco años. Acababa de realizar un crucero por el Mediterráneo junto a su hija Cayetana y su yerno, Luis Martínez de Irujo y Artazcoz, hijo del duque de Sotomayor. No llegó a ver concluidos los trabajos de rehabilitación del Palacio de Liria tras la Guerra Civil. Eso sí, pidió que a la vista, en la escalera principal, se leyera esta frase de Cicerón: “Para los dioses inmortales cuya voluntad fue no solo el que yo heredara estas cosas de mis antepasados, sino que se las transmitiera también a los descendientes”.

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