Nadie parece haberse dado cuenta. En los tiempos en los que vivimos las cuestiones políticas transcurren tan deprisa que en muy poco tiempo nos olvidamos de ellas, por eso en necesario a veces pararse a reflexionar y a echar la vista atrás para analizar algunos de los hechos que han ocurrido y ver sus consecuencias.
Pues bien, el 10 de enero del año 2016 se producía en el Parlamento de Cataluña la investidura de Carles Puigdemont, fruto de un acuerdo entre Junts pel Si y la CUP que dejaba fuera de juego a Artur Mas. Un acuerdo que incluía entre sus puntos un periodo de 18 meses a contar desde ese día para culminar el proceso de desconexión de Cataluña de España o, dicho de otro modo, alcanzar la independencia.
En su discurso de investidura, prácticamente improvisado porque Puigdemont se enteró la tarde-noche anterior de que iba a ser investido presidente de Cataluña, el nuevo Molt Honorable se comprometió a dar los pasos necesarios para cumplir con el acuerdo, y los resumió en cinco ejes principales para esta legislatura: culminar el proceso en su fase participativa, ciudadana y asociativa; diseñar definitivamente las estructuras de Estado necesarias y «ponerlas a punto»; tramitación del anteproyecto de ley del proceso constituyente; tramitar las leyes de transitoriedad jurídica y del proceso constituyente, e internacionalizar el proceso independentista.
Las estructuras de Estado no eran otras que una Agencia Catalana de Seguridad Social (que sustituiría a la Seguridad Social española), un Banco Central de Cataluña, una Hacienda Catalana, un Consejo Fiscal de Cataluña o incluso «aduanas». Nada de referendum. ¿Para qué? Según ellos, el pueblo catalán ya había votado en el anterior y no era necesario uno nuevo.
La eterna promesa de Puigdemont
Pues bien, ese periodo de 18 meses se cumple exactamente el próximo 10 de julio, dentro de un mes, y que sepamos hasta la fecha el único paso que ha dado la Generalitat a favor del proces ha sido anunciar la convocatoria de un nuevo referendum para el próximo 1 de octubre, referendum que ni siquiera está convocado oficialmente en ningún escrito –porque saben que de hacerlo será recurrido inmediatamente a los tribunales-. Y algún intento fallido de crear eso que laman estructuras de Estado y les ha resultado imposible poner en marcha porque ningún funcionario se atreve a incumplir la ley.
Todo es una inmensa mentira, incluido el referendum que ellos saben que no se va a poder celebrar, porque no van a poder obligar a los funcionarios público a cumplir una orden ilegal que podría tener para ellos consecuencias laborales, salariales e, incluso, penales. Es la gran mentira de Puigdemont y de la CUP, aunque nadie se acuerde ahora de aquel compromiso cuyo plazo vence dentro de un mes. Lo increíble es que la sociedad catalana siga tan ciega ante lo que está ocurriendo a su alrededor.
Y lo que es más increíble todavía es que el Gobierno de la nación no esté utilizando este hecho sin precedentes para contarle al pueblo catalán hasta donde llega el empeño de sus dirigentes nacionalistas por fracturarlo y condenarlo a una inmensa desilusión colectiva. Así le va al PP, en Cataluña y en Madrid, perdiendo apoyos electorales a chorros por su ineptitud a la hora de hacer lo que está obligado a hacer un Gobierno: política.