Volvo Ocean Race: La singladura de una vela roja

Solo vencido por la edad, sometido al inclemente sol de Cardiff –que no Cádiz–, el Rey se abraza al ancho marino. Ya encaramado en la cubierta, un brazo en un obenque (si es que este barco tuviera obenques), la mandíbula granítica del marino vasco se abre en otra confiada sonrisa, bajo la que una pirámide de músculos vestidos de rojo se van tensando, pensando en lo que le espera. El rey de España (emérito), despide al patrón del barco español, Xabi Fernández, que enseñará el rojo, sin gualda, al resto de la flota oceánica, en su vuelta al mundo. Es la penúltima etapa de la Volvo Ocean Race y el buque fletado por Mapfre afronta la posibilidad de ser el primer barco español que gana este desafío.

Desafío es la palabra. Al margen de un descomunal espectáculo y reto deportivo, la Volvo Ocean Race es de esos escasos márgenes de la vida actual que dejan al hombre solo –mejor dicho, con su tripulación– ante los elementos, con una vela como máxima herramienta parta domar la Naturaleza. Porque en la sopa de cifras de negocio, presupuesto, diseños y sutilezas vía satélite, al final lo que trasciende es la valentía de los 9 tripulantes –y un cámara, testigo en plan don Tancredo– que acometen un viaje de 45.000 millas náuticas metidos en un cascarón de fibra de carbono y resina.

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El rey Juan Carlos (con camisa azul) despide a la tripulación del Mapfre. A bordo, el patrón Xabi Fernández (con botas y mirando un instrumento de navegación).

Dicen que el día que se subió a bordo el primer ganador de la Volvo Ocean Race, mexicano, vio las camaretas y no pudo sino exclamar: “¡Si está sin terminar!”. La austeridad de los cuatro coyes (hamacas), la comida liofilizada, el casco desnudo, el retrete indiscreto, no son para los tripulantes sino empedrado en el camino. Joan Vila, vivos ojos azules en una cara curtida, el cuerpo chaparro pero fuerte de un cincuentón fornido, quita importancia a la parte de desafío humano de esta prueba de resistencia y navegación.

Vila es el navegante del Mapfre, seguramente el menor navegante del mundo. Y unos rudimentos de psicología así lo confirman, al ver la absoluta modestia y tranquilidad con que acomete los pormenores de su trabajo a bordo. En la cabeza, las miradas y las palabras de los nueve tripulantes de este velero oceánico de la clase VO65 –todos los barcos de la prueba son idénticos según la estricta normativa–, solo hay una idea: competición. Ganar.

En la poderosa mandíbula de Xabi Fernández, en la corpulencia de Ñeti Cuervas-Mons, el la sonrisa de Tamara Echegoyen, en Vila, en cualquiera de los tripulantes se ve el afilado brillo de los que se hacen a la mar para ganar.

La cosa está ajustada. La etapa Cardiff-Gotemburgo ha dejado al Mapfre líder, pero a un solo punto de dos peligrosos rivales, el Team Brunel y el Dongfeng, barco francés bajo bandera china que está siendo un correoso rival. Solo queda una etapa tras recorrer los cinco continentes y todos los océanos posibles. Una corta y rápida carrera de Goteburgo a La Haya, con un resultado abierto.

¿Es como ganar un Tour de 21 días en bicicleta por solo un segundo? Es peor, es dirimir una regata de 45.000 millas, un tercio por el terrible Océano Sur, nueve meses a bordo de un exiguo barco, por un sprint.

Seguramente en parte sucede por el infortunio del Mapfre en algunas etapas, ganador sin embargo en buena parte de la regata. Rompieron un mecanismo del palo mayor, lo que los detuvo un día en tierra, que significó perder los vientos buenos y retrasarse cinco días en el temible paso del Cabo de Hornos. Una bacteria china se coló a bordó y llenó de pus rodillas, bocas, un ojo, de cuatro tripulantes –entre ellos el patrón Xabi Fernández–, que ya estaban al límite de sus defensas por el desgaste de la navegación.

“Pero luego se descansa”, dice Vila, como si el bajar a tierra y comer caliente y sólido, verduras y pescado o carne frescos, sean un trámite evitable para un marino como estos de la vela oceánica.

VOLVO OCEAN RACE, REGLAS PARA LA AVENTURA

Las normas de la Volvo Ocean Race estimulan la parte aventurera y de reto en la prueba, la mayor regata del mundo. Por eso los barcos son comunes, está registrado hasta cada escota y cabo, y la información de la que pueden disponer las tripulaciones es limitada. Tanto la posición de sus rivales como los partes meteorológicos llegan cada seis horas.

Es quiere decir que el hecho diferencial para ganar o perder, además de las averías o los infortunios, es la calidad de las tripulaciones. La española acumula cinco medallas olímpicas y varias victorias en la Volvo Ocean y la Copa América. Posiblemente sea la mejor de la flota.

La tripulación compone un grupo bastante homogéneo de gente musculada y de gran talla, exceptuando quizás a Vila, un intelectual a bordo. Un físico que un espectador define como “de croisant”, con un gran tren superior para manejar el terrible peso de las velas empapadas y los widgets con que se sube y baja el velamen en cualquier condición del mar. Pero obligado a permanecer sin dar más de cuatro pasos seguidos, durante semanas de navegación. Cuando la tripulante australiana del Mapfre, la rubia Sophie Czisek te da la mano, los dedos casi llegan al codo de su interlocutor. Manos ásperas, casi como de piedra pómez. El equipo que arma el gran patrón de la vela española, Pedro Campos, asegura que cada tripulante ha perdido entre 10 y 12 kilos estos meses de duras condiciones en la mar.

RIESGO DE MUERTE

A bordo se vive en un permanente plano inclinado y en permanente riesgo de muerte. Un tripulante de otro equipo ha muerto al caer al mar en el Océano del Sur. El riesgo de choque catastrófico con una ballena o un contenedor es permanente, en un barco muy reducido que surca el mar en condiciones a veces suicidas, noche y día. Condiciones tremendos, como cuando las olas no es que barran la cubierta, es que el barco avanza sumergido en el mar iracundo, solo la jarcia fuera del mar.

DOCE DESTINOS POR TODO EL MUNDO

Todo este heroísmo es el ingrediente fundamental de un enorme tinglado económico y comercial. Además de los 15 millones largos que necesita un equipo para competir, la alegre flota de la Volvo Ocean Race recorre 12 ciudades por los cinco continentes. Se estima que cada ciudad paga un canon de 6,5 millones y gasta en el village y el soporte a la regata y sus equipos unos 3,5 millones más. Esos 10 millones tienen un retorno estimado para cada ciudad de unos 60.

Los destinos no solo están decididos por cuestiones técnicas. Se trata de presentar en sociedades económicas del lejano oriente todo el tinglado que acompaña a la Volvo. Patrocinadores, modelos de negocio, la experiencia de ver de cerca cómo son los tripulantes y los barcos que afrontan semejante singladura. Se trata por tanto de elecciones estratégicas en las que la vieja Europa ha quedado casi como escenario histórico, pero económicamente secundario.

COREOGRAFÍA A BORDO

Es impactante ver de cerca cómo navegan estos veleros monocasco. Siempre inclinados al lado de sotavento, alcanzan una inesperada velocidad mientras, mientras como hormigas, la tripulación sube, baja, empuja, tira y recorre todo el casco manejando el velamen, en una coreografía repleta de coordinación.

La flota tiene un bonito aspecto multicolor, desde el amarillo de Team Brunel, el azul esperanza de Azkonobel, o los azules del Vestas. El equipo español va equipado de rojo, color corporativo de Mapfre, su patrocinador. Cuando, hace 500 años unos españoles en otro barco, ése armado por la corona, dieron la primera vuelta al mundo bajo las órdenes de Juan Sebastián de Elcano, la bandera rojigualda que es oficial en España no estaba inventada. La rojigualda se inventó, precisamente, para ser vista en la mar. El Mapfre no lleva gualda a la vista, sí mucho rojo. El objetivo es, 500 años después, ser otra vez los primeros en dar la vuelta al mundo. Aunque esta vez sea a los puntos.