La infancia infinita

Por mi profesión y mis circunstancias personales- tengo cinco hijos-, observo cada día a muchos jóvenes en su entorno familiar, laboral y de ocio. Y me asombra lo que veo.

No soy sociólogo, ni psicólogo, pero a mis 57 años pertenezco a una generación que hizo la mili. Una generación que interiorizaba el estudio, el trabajo y la capacidad de esforzarse como responsabilidad hacia la sociedad, la familia y nosotros mismos. Una generación a la que se le decía que había que casarse, crear un hogar y no ser una losa para el país. Una generación que respetaba y cuidaba de sus ancianos, conscientes de que algún día nosotros mismos lo seriamos.

Y así lo hicimos. Aún recuerdo el día que mi padre me soltó veinte duros, recién llegado del ejército y me dijo: “toma, apúntate al paro y a buscar trabajo, que aquí no se mantienen vagos”.  Trabajamos  y mucho. Todo lo que se podía. Fui pintor, camarero, e incluso vendí puertas blindadas por las casas. Pero jamás dependí de mis padres a partir de cierta edad. Se me dirá que ahora no hay trabajo y los muchachos y muchachas, muy preparados en cuanto a estudios, no lo encuentran. Pero a ver si se creen que en los años ochenta estaban las cosas mejor.

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En 1985, la tasa de desempleo era del 21 por ciento y en los primeros cinco años de los noventa, del 24%. Ósea, que de facilidades nada. Sin embargo, como teníamos un proyecto de vida y entre ellos era el de tener hijos, la gente de mi generación salió adelante trabajando en lo que pudo, sin escatimar esfuerzos.

Desde la intelectualidad se nos avergonzó con nuestras tradiciones. Se nos llamó atrasados, anticuados por que no éramos lo suficientemente modernos y despedíamos cierto tufo a España profunda. Y todo ello a pesar de que aun hoy en día disfrutamos con la música rebelde de los ochenta y creemos en la democracia más que muchos autodenominados postmodernos. Y que nuestros padres-muchos de ellos analfabetos funcionales-, nos metieron en la cabeza que el mejor bagaje que una persona podía tener era una buena biblioteca. Porque en esa España atrasada, no existía un solo hogar donde no hubiese una enciclopedia por tomos.

Nuestro error fue que esos mismos retoños que trajimos al mundo, fueron maleducados por nosotros mismos. Les hicimos creer que ellos jamás pasarían por lo mismo. Que estudiando y alcanzando un título académico ocuparían mejor posición social. Que tenían muchos derechos y pocas obligaciones. Que no era necesario formar una familia, que lo importante era viajar y conocer mundo: “Disfruta, que ya llegara tu momento”. Que resultaba imprescindible tener muchas relaciones amorosas para encontrar a tu pareja, como método basado en prueba y error, sumiéndoles en una ensoñación hedonista en donde el sexo era un fin en sí mismo.

Les dimos caprichos, les consentimos y el resultado no fue otro que unos jóvenes sumidos en una infancia infinita. Altaneros y soberbios, incapaces de soportar cualquier crítica,  mucho menos de reconocer cualquier error. 

Y lo que es peor: los convertimos en grandes egoístas reemplazando la familia como punto de referencia, por un ego desproporcionado que se convirtió en el centro del universo. Se borró de un plumazo todo atisbo de autoridad familiar y los mayores pasamos a ser una especie de cavernícolas sin instrucción, nacidos en el heteropatriarcado y machistas-ellos y ellas-, sin remisión. 

Y en esas estamos. Con barbados tíos de treinta años que se pasan el día jugando a la Play, o chicas cuyo único interés en la vida es donde se van de vacaciones con sus amigas para pasar unos días locos.

Y mientras tanto, nosotros, los de mi generación, con las espaldas molidas y los achaques de la edad comenzando a magullarnos, contemplamos nuestra querida España, nuestros queridos jóvenes,  con estupefacción. 

Sin comprender nada de nada y en qué coño fallamos.