Mario Draghi: el brujo monetario que condenó al euro para salvarlo

Todo son loas y alabanzas para el romano que más poder ha tenido en la historia a pesar de no haber sido nunca un jefe de Estado elegido en las urnas o un emperador forjado a golpe de espada. Mario Draghi se despide del Banco Central Europeo (BCE) aplaudido por el consenso neokeynesiano, que celebra el entierro de la ortodoxia monetaria. Este antiguo alumno jesuita con pinta de no haber roto un plato en su vida ha sido un personaje clave de la élite financiera que, con la inestimable colaboración del poder político, ha llevado al euro a un callejón sin salida. Paradójicamente el hombre que ha salvado a la divisa comunitaria también ha sido el que la ha condenado porque, tarde o temprano, la enorme burbuja de deuda terminará llevándonos a todos por delante. El emperador está desnudo, aunque la mayoría piensen que viste traje de seda.

A Draghi se le conoce como ‘supermario’ desde su etapa como director general del Tesoro italiano, puesto clave para el devenir de la economía transalpina que ocupó durante la última década del pasado siglo. Nadie habla de ello pero allí ayudó a tunear las cuentas públicas para que Italia lograra cumplir los criterios de Maastrich, una práctica que posteriormente repetiría con Grecia y que realizaron los estados del Sur de Europa para converger y entrar en lo que posteriormente sería la eurozona. Fue una buena escuela para el joven Mario que con poco más de 40 años ya se codeaba con la flor y nata del mundo político-financiero del Viejo Continente.

Antes de acceder a las máximas responsabilidades en el Tesoro italiano Draghi había trabajado en el Banco Mundial, tarea que compaginaba con la docencia, una de sus grandes pasiones. Gran admirador del economista Federico Caffé –fue el director de su tesis en la Universidad de La Sapienza– aprendió bajo su tutela los rudimentos del keynesianismo, obsesionado con la importancia de impulsar la demanda para hacer crecer la economía. Fue el premio Nobel Franco Modigliani quien terminaría de dar forma al pensamiento teórico de Draghi, junto con las aportaciones de un joven Ben Bernanke, al que conoció en Estados Unidos en el prestigioso MIT de Boston. 

Draghi considera su periplo por tierras norteamericanas como el más importante de su vida. Llegó con su novia Serena –la que posteriormente sería su mujer– con una beca de “estudiante especial” que sólo cubría dos años de alquiler y matrícula, lo que obligó al italiano a hincar los codos para convencer a sus profesores de que era digno del MIT. Para ganar algo de dinero con el que sufragar sus gastos cotidianos trabajó como profesor y, más tarde, al nacer su hija, consiguió un empleo en una tienda de ordenadores a 40 millas de Boston. Las jornadas de 18 horas se sucedían mientras en su país natal el terrorismo y la inflación hacían temblar las bases de la democracia. Fue el primer italiano en graduarse en el MIT y lo hizo con la máxima nota.

Su mujer es especialista en literatura inglesa y tiene orígenes nobles al pertenecer a la casa de los Medici, considerada como la cuna de la banca europea. Conoció a Draghi con 19 años y después de siete años de noviazgo se casaron. Aunque el economista es muy celoso de su vida privada se les ha podido ver recientemente juntos mientras hacían la compra en el supermercado en actitud romántica. Son padres de dos hijos, Federica y Giacomo. La primogénita es bióloga en una empresa de biotecnología y el benjamín fue vicepresidente de Morgan Stanley en Londres y ahora trabaja en la firma LMR Partners.

El elemento determinante que talló el carácter de nuestro protagonista fue la muerte de sus padres cuando tenía tan sólo 15 años. Hijo de un banquero y una farmacéutica, Draghi pudo pagarse los estudios –y los de sus dos hermanos– con la herencia, que fue dilapidada años después porque el dinero que sobró de las matrículas universitarias fue invertido en bonos del Tesoro italianos. Fue una ocasión de oro para que el economista italiano se hubiera dado cuenta de los peligros de la supuesta renta fija, pero la única lección que aprendió fue que la inflación es el enemigo a batir aunque para provocarla haya que inyectar liquidez al mercado hasta ahogarlo por completo.

Tiene fama de austero porque se bajó el sueldo de presidente del BCE y sus antiguos compañeros de Goldman Sachs aseguran que iba en metro a trabajar. Y es aquí donde llegamos al punto más oscuro de la vida de Draghi, su paso por la firma estadounidense que algunos creen que controla el mundo entre bambalinas y que ha situado sus peones en la mayoría de los puestos claves del planeta. Era vicepresidente europeo de la firma cuando ayudó a Grecia a maquillar (algunos dirían falsificar) sus cuentas públicas para entrar en la eurozona sin condiciones. Aunque Draghi siempre ha negado su participación en los hechos era el máximo responsable de Goldman Sachs en la región y, además, como hemos comentado anteriormente había realizado prácticas similares durante su etapa en el Tesoro italiano. Blanco y en botella.

Draghi tiene porte de señor que cumple las normas a pesar de haber sido cazado cuando conducía hablando por teléfono y sin cinturón de seguridad. Durante las reuniones pone cara de póker, con esa media sonrisa enigmática que le caracteriza y que ha utilizado en todas y cada una de las ruedas de prensa tras los consejos de gobierno del BCE. Aunque bromea con asiduidad hay consejeros del BCE que le acusan de ser autoritario. Odia las entrevistas, no le gusta hablar en público y cuando se terminan los eventos a los que asiste es el primero que sale por la puerta.

Ni siquiera se despeinó cuando en 2015 una mujer, antigua integrante del grupo feminista FEMEN, se abalanzó sobre él en un confetti attack pidiendo acabar con la dictadura del banco central. Una vez pasado el susto inicial recuperó rápidamente su compostura. No se le movió ni la corbata, prenda masculina en cuyo color algunos analistas buscaban pistas para conocer la dirección de la política monetaria como si fueran posos de café en los que adivinar el futuro.

La mayoría de periodistas y economistas actuales sufren el habitual síndrome de Estocolmo que se produce cuando el secuestrado termina amando a su captor. A fuerza de repetir que los estímulos públicos son el único camino para superar las recesiones se lo han terminado creyendo, mientras entramos en un mundo de tipos negativos que va contra la lógica más elemental y las leyes básicas de la economía. Cegados por aquella famosa declaración en la que se comprometió en 2012 a hacer “lo que hiciera falta” para salvar al euro, los intelectuales de 2019 –especialmente los españoles– no son conscientes de que la represión financiera llevada a su máxima expresión por Draghi perjudica a casi todos, especialmente a aquellos a los que dice proteger. No todo vale para salvar al euro. El fin no justifica los medios.

El economista italiano ha convertido a una institución que se había creado para configurar una especie de patrón oro europeo –obligando a los estados derrochadores a ajustar sus presupuestos reduciendo gastos y devaluando precios y salarios– en un engendro creador de dinero de la nada que promueve el populismo y que alimenta la irresponsabilidad de unos políticos que en su visión cortoplacista no se dan cuenta de que la fiesta ha terminado. No se puede engañar a la gente haciéndoles creer que el suministro ilimitado de liquidez es la manera de generar riqueza, porque es todo lo contrario. Como explica certeramente Daniel Lacalle, “la política del BCE ha pasado de ser un elemento de seguridad que permitía a la UE llevar a cabo importantes reformas estructurales y salir de la crisis, a ser un perpetuador de burbujas y excesos estatales”. Y los excesos, como bien sabemos todos, se acaban pagando, tarde o temprano.

Tras su salida del BCE trabajo no le va a faltar a Draghi, aunque ya tiene más de setenta años y la fortuna que ha acumulado durante su carrera le permite retirarse a vivir de las rentas, esas que su política ultraexpansiva ha puesto en riesgo, premiando a los deudores y castigando a los ahorradores. Mientras piensa en su futuro seguirá acudiendo a la carnicería del barrio residencial romano de Parioli, donde compra los filetes de ternera que tanto le gustan. Como buen italiano es un enamorado de la buena cocina y tendrá ahora tiempo para preparar sus platos favoritos después de una jornada de golf, una de sus pocas aficiones que han trascendido a la opinión pública. A partir de ahora la encargada de gestionar la próxima recesión será la francesa Christine Lagarde, que llega al BCE en el momento más complicado de la institución. En sus manos está nuestro futuro, pero esa ya es otra historia.