El sector de los seguros ha sido un remanso de paz en las últimas décadas. Un periodo de prosperidad propiciado por su (insólita) capacidad para salir ilesa de la última gran crisis financiera. Y que ha permitido a sus firmas captar una base sólida de clientes que generaron durante muchos años ingresos confiables, mientras las inversiones en tecnología eran casi nulas. Una etapa de acomodamiento que el covid-19 ha hecho saltar por los aires. Ahora, estas compañías se ven como gigantes sobredimensionados, sobretodo en personal, con pies de barro en lo tecnológico.
Hasta hace relativamente poco, las aseguradoras vivían en un mundo paralelo. Solo así se explica que el sector en conjunto aparezca recurrentemente en los últimos lugares del ranking de innovación de Boston Consulting Group. También, que ninguna de ellas se encontrase entre las 1.000 principales empresas bursátiles que más invierten en investigación y desarrollo respecto a sus ingresos, según The Economist. Antes, el único problema que las perturbaba era la rentabilidad. Al fin y al cabo, colocar sus fondos en renta fija cuando pagaba unos intereses superiores al 2% era demasiado cómoda, pero acabo hace ya muchos años.
La política de tipos negativos de los bancos centrales acabó, en parte, con esa supuesta seguridad. Aunque las compañías encontraron un bálsamo de aceite en los grandes fondos residenciales y los dividendos que pagaban los gigantes energéticos o bancarios, su estructura sobrecargada tras años de acomodo empezó a suponer un problema. Como pueden dar buena fe los bancos. Así, Mapfre mantiene 34.227 empleados en todo el mundo para gestionar un volumen de activos totales de 72.500 millones, por su parte Banco Santander solo en España posee unos 26.000 empleados que gestionan 355.000 millones.
¿DÓNDE INVERTIR EL DINERO? EL OCASO DEL LADRILLO
A esos problemas de rentabilidad se le añade (cortesía del covid-19) que esos valores ‘seguros’ ya no lo son. El pago de dividendos se ha frenado en seco tanto por impositivo del regulador, en el caso de bancos, como porque el negocio se ha hundido, caso de petroleras y el inmobiliario. Esto último ha sido especialmente dramático para aquellas inversiones en los llamados bienes raíces. De hecho, el stock mundial de propiedades comerciales para invertir (que incluyen hoteles, tiendas, oficinas y almacenes) se ha cuadriplicado desde los 2000 hasta los 32 billones de dólares.
De esa gigantesca cifra, unas 30 veces el PIB de España, un tercio equivale a inversores institucionales, donde se incluyen a las aseguradoras, que vieron en estos activos unas rentabilidades sólidas y lucrativas con las que lograr flujos de efectivo para afrontar sus compromisos futuros. Pero el covid-19 no solo ha venido a cuestionar gravemente la capacidad de pago de los inquilinos, sino que también ha puesto sobre la mesa otras dudas más estructurales cómo dónde se realizarán esas compras, dónde se va a trabajar o dónde se va a recuperar el ocio una vez todo haya pasado. En otras palabras, la pandemia ha sacado a aseguradoras e inversores de su complacencia.
Así, una única alternativa real para mejorar la rentabilidad de las estructuras de las aseguradoras es digitalizar el negocio y reducir estructura. Al fin y al cabo, solo mediante una estructura ágil puede hacerse frente a un colapso financiero y unos tipos bajos de forma prolongada. Por ello, se han puesto manos a la obra en los últimos años. Por ejemplo, Mapfre redujo su plantilla entre marzo de 2017 y 2020 en un 6,6% y Allianz lo ha estado haciendo también en los últimos años. Aunque ese proceso se acelerará irremediablemente en 2021.
LA DIGITALIZACIÓN COMO VECTOR COMPETITIVO
Pero la digitalización no solo es una exigencia para adelgazar plantilla y volverse más rentable, sino también una necesidad para mejorar el servicio. También, cada vez más, para ofrecer nuevos productos que la gente demanda. De hecho, aunque la esencia del producto sigue siendo la misma de siempre (y difícilmente cambiará) -ofrecer protección, generalmente en forma de dinero, cuando las cosas van mal- la forma de venderlo y los tipos que se ofrecen han cambiado inevitablemente por el efecto de la tecnología.
Obviamente, una compañía acomodada tiene poca capacidad de reacción en lo digital, donde se necesita grandes dosis de innovación e ideas nuevas, por lo que las llamadas insurtechs han crecido como setas. La gran mayoría de ellas se han especializado en agilizar, automatizar y digitalizar los procesos. Una operativa que las ha convertido en muchas ocasiones en platos muy apetitosos que las aseguradoras han engullido para interiorizar dichas prácticas. Algunas otras, han logrado ser lo suficientemente grandes para forzar alianzas con las firmas de seguros y todavía siguen creciendo.
Otras, las menos, han logrado convertirse en aseguradoras digitales de pleno derecho. Un ejemplo de eso se vivió con la estadounidense Lemonade que en 2017 decidió desafiar a la industria con su nuevo proyecto. De hecho, en sus primeros 100 días de vida lograron sumar 2.000 pólizas, de las que el 80% fueron para compradores que nunca antes habían tenido un seguro. En estos días, la insurtech cotiza en bolsa con una valoración superior a los 3.000 millones y pronto la seguirán otras de éxito como Hippo o Root, la cual tiene pensada salir al mercado valorada en unos 6.300 millones.
MEJOR NO QUITAR EL OJO SOBRE EL CAMBIO CLIMÁTICO
Otro de los beneficios que ha traído la irrupción de la tecnología al sector seguros ha sido una mejor comprensión y medición del riesgo, en especial, para eventos catastróficos. Un campo, el de los desastres naturales, que las aseguradoras han aprendido a golpe de talonario a no subestimar. De hecho, desde la década de 1980, las pérdidas anuales en promedio por este tipo de adversidades naturales se han multiplicado por seis en términos reales, según un estudio de The Economist.
Unas pérdidas que se incrementan año a año por dos motivos: el primero es que el efecto del cambio climático ha hecho que los eventos naturales como inundaciones, huracanes o tornadas se hayan multiplicado. El segundo reside en que las aseguradoras utilizaban métodos excesivamente tradicionales para tratar de predecir dichos desastres. Una carencia que demuestra la pobre inversión tecnológica de estas compañías durante años que tuvieron que suplir a golpe de talonario.
Ahora, el problema es nuevo: una pandemia. Así, ni las pólizas de propiedad ni las de accidentes ni las del seguro de vida cubren este tipo de acontecimientos, más que nada, porque no hay demanda ni oferta por sus riesgos enormes. Pero la justicia, en especial en EEUU, quiere poner coto a esta situación y hacerlas partícipes de los miles de millones de pérdidas que tienen y tendrán sus asegurados, aunque sus balances difícilmente aguantarían un impacto así. Quizás, este último toque de atención termine por cambiar un sector que pese a los días que vivimos sigue demasiado acomodado.