Cuando el ritmo circadiano se desajusta, el cuerpo empieza a pagar la cuenta. El cuerpo tiene un reloj interno —uno muy antiguo, muy sabio— que marca cuándo toca estar despierto y cuándo toca descansar. Son los ritmos circadianos. Y cuando los respetamos, todo fluye mejor. Dormimos mejor, tenemos más energía y, a largo plazo, enfermamos menos. Cuando no… el cuerpo se defiende como puede.
Durante el día, el organismo está diseñado para activarse. Para moverse, pensar, producir energía. Por la noche, para bajar el volumen, reparar y descansar. Es algo tan básico que la medicina tradicional china lo explicó hace siglos con dos palabras muy simples: Yang para el día, la acción y el calor; Yin para la noche, la quietud y el sueño. El problema llega cuando ya no hay diferencia entre uno y otro. Cuando el día es gris y la noche parece una prolongación artificial del día.
El cuerpo se confunde… y paga el precio

Hay gestos cotidianos que parecen inofensivos, pero que envían mensajes muy contradictorios al cuerpo. Uno de los más comunes: mirar el móvil a altas horas de la noche. Esa luz azul entra por los ojos y le dice al cerebro que todavía es pleno día. Como si fueran las tres de la tarde. El cerebro se activa, las hormonas del sueño se retrasan… pero el resto del cuerpo quiere parar.
Ahí empieza el caos silencioso. El sistema digestivo intenta apagarse. El sistema hormonal va a destiempo. El cuerpo entero se queda en tierra de nadie. A eso se le llama insulto circadiano, aunque suene exagerado. Y cuando se repite noche tras noche, no pasa gratis.
Por eso algo tan simple como tomar el sol por la mañana, sin gafas, tiene un impacto enorme. La luz natural directa ajusta el reloj interno y prepara al cuerpo para que, horas después, pueda dormir. Curiosamente, las gafas con filtro de luz azul tienen más sentido por la noche que por el día, cuando usamos pantallas o estamos bajo luces artificiales. Si no queda otra que trabajar con el ordenador, abrir una ventana y dejar entrar algo de luz natural ayuda. Son pequeños gestos. Pero el cuerpo los agradece.
Cenar tarde: cuando el cuerpo recibe señales cruzadas

Otro hábito muy normalizado es cenar justo antes de acostarse. Y aquí vuelve la confusión. El cerebro decide si es de día o de noche por dos señales clave: la luz que entra por los ojos y la actividad digestiva. Si comes a medianoche, el mensaje es claro… y equivocado. El estómago se pone a trabajar cuando todo lo demás quiere descansar.
Esto no solo dificulta conciliar el sueño. Mantenido en el tiempo, se asocia a enfermedades crónicas, incluido el cáncer. Comer tarde y vivir pegados a pantallas por la noche son hábitos tan habituales que casi nadie los cuestiona. Pero el cuerpo sí. Siempre acaba pasando factura, aunque tarde años en hacerlo.
Las grandes enfermedades no aparecen de golpe. La diabetes, la osteoporosis, el insomnio crónico o el cáncer suelen ser el resultado de muchos pequeños desajustes acumulados. Personas que han trabajado durante años en turnos nocturnos y desarrollan insomnio severo a los 50 lo saben bien. El cuerpo es resistente, sí. Pero no infinito.
Cáncer, azúcar y una contradicción incómoda

Hay un dato que, cuando se conoce, cuesta olvidar: el Efecto Warburg. Las células cancerosas consumen hasta 200 veces más glucosa que las células sanas. Tanto, que esa característica se utiliza para detectarlas en pruebas médicas: se les da glucosa y el tumor “se enciende” en la imagen.
Por eso muchos especialistas coinciden en algo muy básico: si algo se alimenta de azúcar, lo primero es dejar de dársela. En este contexto, las dietas muy bajas en carbohidratos han mostrado resultados prometedores como apoyo en determinados tratamientos.









