Cuando yo era un chaval, andaba por el barrio un individuo del que las comadres hablaban mal. Yo no entendía por qué la gente le evitaba y procuraba cambiarse de acera cuando le veían por la calle, hasta que un día, mi padre me informó del asunto. Se trataba de un individuo que merecía la condena social pues era un “vicioso” del juego, palabra textual de mi viejo. Se gastaba lo que tenía y lo que no, en interminables partidas de cartas, y cuando perdía, su frustración la pagaba con la parienta. Vamos, que había llevado a su familia a la ruina y convertido el hogar en un infierno. El hombre acabó despreciado por todos, divorciado y vagando por las calles como un fantasma invisible, al que solo daban de comer en la parroquia del barrio.
Pero de repente, apareció la psicología y con ella la disolución de la culpa. Cientos de psicoterapeutas elaboraron teorías sobre el comportamiento humano, descargando la responsabilidad individual. Ahora todo es una patología y aquel tipo que era un “vicioso”, es un ludópata. Es un enfermo cuya dolencia proviene seguramente de una infancia maltrecha, poca capacidad para aguantar las frustraciones e insatisfacción con su entorno. Vamos, que él no ha cometido pecado alguno y es la sociedad la que debe de afrontar su culpa.
En esas estamos. Cualquier conducta anómala, el simple sentimiento de no ser feliz, es considerada como una patología. Por supuesto que la familia es un ente sospechoso, casi una cárcel porque existen reglas, premios y castigos. Un heteropatriarcado que provoca sumisión, insatisfacción y rebeldía. Y por tanto se le ha privado –junto con el gremio de los anteriormente respetados maestros-, de cualquier autoridad sobre los hijos.
Antes, se buscaba consejo y consuelo en los ancianos de la casa que poseían la suficiente experiencia en la vida para ser un referente. Ahora, se les la trata como objetos inservibles, gente que no sabe nada de la vida moderna y a los que hay que segregar de la sociedad. Porque, de que seas feliz ya se encarga el Estado, que a través de los servicios médicos intenta que los ciudadanos se encuentren “bien” mentalmente, recetando ansiolíticos, antidepresivos y tratamientos psicológicos. Así, las personas se deshacen mental y físicamente –intentando vivir en una juventud perpetua-, de la experiencia vital, incapaces de afrontar un problema o un desengaño amoroso, convirtiéndose en pacientes bastante más fáciles de manejar, a los que hay que tratar con mano blanda ya que la culpa es del grupo, no del individuo.
Lo que cuando era joven se merecía el reproche social, ahora es tratado al revés, es decir la que debe ser reprochada es la sociedad por consentir que uno de sus miembros no sea feliz. En los países occidentales, donde el estado del bienestar ha alcanzado cumbres jamás vistas, la infantilización llega a extremos dantescos, con conductas que parecen extraídas de los cuentos de hadas, sin ningún atisbo de resiliencia. No es casualidad que el personaje más querido por la audiencia de una de las series de moda, La que se avecina, sea Antonio Recio, un tipo infantil, caprichoso, que intenta conseguir lo que quiere sea como sea, incluso cometiendo delitos que si no fuese porque se trata de una serie cómica, daría con sus huesos en la cárcel por una larga temporada.
Naturalmente, las redes sociales son un fiel reflejo de esta situación. Están llenas de fotos en las que se busca la aprobación de los demás a tu nuevo novio, a lo que estas comiendo, al deporte que prácticas, lo que no es otra cosa que una forma de diluir la responsabilidad personal en las decisiones vitales.
Y todo esto, los que nos hemos educado en una cultura donde tú eras el único responsable de tus actos, lo observamos con estupefacción. Aunque nuestra mirada sea anticuada y llamemos al pan, pan, y al vino, vino.