Hay temas que, en cuanto se ponen de moda, se estropean. El ayuno intermitente es uno de ellos. De repente todo el mundo opina, alerta, promete milagros o lanza sentencias absolutas. Y claro, en medio de tanto ruido, lo razonable se pierde.
Porque el ayuno no es una proeza ni una locura. Es algo mucho más simple: darle al cuerpo un poco de espacio para hacer lo que lleva millones de años sabiendo hacer. El problema es que casi nadie nos lo ha explicado así.
Ese miedo a que el metabolismo “se apague”

A muchos nos han metido en la cabeza que, si no comemos cada pocas horas, el metabolismo entra en pánico, se frena y empieza a “ahorrar”. Suena lógico… pero no es verdad. No al menos en ayunos cortos.
El gasto energético no depende tanto de cuántas veces comes, sino de qué comes. Y aquí la proteína juega en otra liga. Procesarla cuesta energía. Mucha. Entre un 20 % y un 30 % de sus propias calorías se van solo en digerirla. Es decir, comer proteína ya activa el metabolismo.
Y por si fuera poco, cuando pasas unas horas sin comer, el cuerpo libera noradrenalina. No para castigarte, sino para espabilarse. Para movilizar energía. Lejos de apagarse, el sistema se pone atento.
Cuando el cuerpo cambia de plan (y no pasa nada)

Después de unas 8 o 12 horas sin comer, ocurre algo muy poco dramático: se acaba el azúcar almacenado y el cuerpo cambia de combustible. Deja de tirar de glucosa y empieza a usar grasa.
No hay alarma. No hay emergencia. Es como cambiar de carril.
Esa grasa se convierte en cuerpos cetónicos, un combustible muy eficiente para el cerebro. Y ahí empiezan a pasar cosas interesantes: las células activan la autofagia, una especie de limpieza interna donde se recicla lo que ya no sirve. Como ordenar un trastero por dentro.
También aumenta la hormona del crecimiento, se protegen los músculos y se activan mecanismos relacionados con la longevidad. No porque el ayuno sea mágico, sino porque el cuerpo funciona mejor cuando no está constantemente digiriendo.
El músculo no desaparece porque te saltes una comida

Este miedo es muy común. Y muy comprensible. Pero el cuerpo no es torpe. No empieza a “comerse” el músculo a la mínima.
Mientras haya grasa disponible —y la mayoría la tenemos— el organismo la usa primero. La pérdida muscular solo aparece en ayunos extremos, largos y mal planteados. Muy lejos de un 16:8.
De hecho, hay estudios donde se pierde hasta un 16,4 % de grasa corporal sin perder músculo. La clave no está en comer cada dos horas, sino en tres cosas bastante básicas: suficiente proteína, algo de entrenamiento de fuerza y movimientos que le recuerden al cuerpo que ese músculo sigue siendo útil.
Nada heroico. Nada raro.
Cómo empezar sin convertirlo en una guerra
El ayuno intermitente no debería sentirse como un castigo. Si lo es, algo falla.
Empezar con un 12:12 suele ser más que suficiente: cenar un poco antes, desayunar un poco más tarde. Ya está. Sin cronómetros ni ansiedad. A partir de ahí, si el cuerpo responde bien, se puede ampliar a un 16:8.
Durante las primeras semanas es normal pasar por un pequeño ajuste: algo de hambre, irritabilidad, menos concentración. No es que “no valgas para esto”. Es adaptación. Y suele pasar.
Al final, el ayuno intermitente no es una moda ni una identidad. Es solo una herramienta. Una más. Y como todas las herramientas bien usadas, no hace ruido, pero funciona.









