Hay capítulos que duelen por lo que cuentan y por lo que revelan. Este es uno de ellos. En una reciente entrevista en Cero Miligramos, dos voces que atravesaron la ludopatía —Leandro Pepey y Jonathan Blanco— se sentaron frente al micrófono con una verdad incómoda: el juego, a veces, no empieza como adicción. Empieza como adrenalina. Como una falsa salida. Como un juego inocente que un día se vuelve la única manera de sentir algo.
A su lado, los especialistas Sebastián Saravia, psicólogo, y Liliana Nielsen, psiquiatra, ayudaron a poner palabras donde normalmente hay silencio, vergüenza o culpa. “El juego —explica Nielsen— está considerada hoy como una adicción. Aunque no haya sustancias, hay tolerancia y abstinencia. Cada vez se necesita jugar más, gastar más, apostar más… y cuando se intenta dejar, aparece un malestar que deteriora profundamente la vida”.
El origen: un juego que deja de ser juego

Leandro cuenta que su entrada al mundo de las apuestas fue tan simple como peligrosa. Lo que empezó como un hobby terminó convertido en un sistema personal de euforia: “Era como una montaña rusa. Esa adrenalina hermosa de esperar un punto, un gol, un segundo más…”. Pero lo que parecía diversión pronto se transformó en necesidad, luego en estrategia y finalmente en supervivencia. “Jugaba para recuperar. Ese fue el principio del fin.”
Jonathan, en cambio, llegó al juego desde otro dolor. Venía de una depresión severa, con ataques de pánico y licencia laboral. Se quedó solo en casa, con la mente acelerada y la vida en pausa. Entonces apareció la oferta permanente de los casinos online: banners, notificaciones, estímulos diseñados para activar justo ese punto ciego entre la ansiedad y el “¿qué puedo perder?”. Apostó poco al principio, casi como pasatiempo, hasta que dejó de serlo.
En su caso, había un antecedente familiar difícil de ignorar: mesas de domingo con cartas, loterías y apuestas “inofensivas” con plata de por medio. Un ritual normalizado que él —recién en terapia— pudo leer de otra forma: “Si hay plata de por medio, ya deja de ser un juego. Y yo crecí con eso.”
Los signos que nadie quiere ver
La psiquiatra Liliana Nielsen es categórica: el primer problema es la falta de conciencia de enfermedad. “Un ludópata puede perder dinero, trabajo, relaciones, hasta su casa, y seguir convencido de que la próxima vez gana todo de vuelta”. El autoengaño es parte de la trama. Y la mentira, una herramienta.
“Te inventás historias que podrían salir en Hollywood —dice Jonathan—. Mentís a tus amigos, a tu pareja, a tu familia… y lo peor es que te las creés”. Cuando la cuenta bancaria se vacía, surge una nueva lógica: pedir prestado para recuperar, no para pagar. Después de perderlo todo, Jonathan llegó incluso a pedir al casino que aumentara su límite diario para poder seguir apostando. Se lo aprobaron en minutos. En menos de una hora gastó todo su sueldo del mes. Fue su cumpleaños.
En la voz de Leandro aparece un dato que debería alarmar a cualquier familia y a cualquier Estado: “La ludopatía tiene tres salidas si no buscás ayuda: suicidio, indigencia o cárcel”. Él estuvo cerca de una de ellas. Jonathan, de dos. No se trata solo de dinero: se trata de perder vínculos, identidad, dignidad. Esa parte —dicen los especialistas— es más difícil de recuperar que cualquier deuda económica.
Sebastián Saravia, psicólogo, pone el foco en los jóvenes: “Antes el jugador promedio tenía 50 años. Hoy hay pibes de 13 o 14 apostando online. El problema ya no es el casino físico: es el teléfono en el bolsillo”.









