A veces la pareja no es elección, sino eco del pasado. Hay personas que entran a consulta con una sensación que casi les tiembla en la voz. Algo así como: “Siento que esto no es mío… pero me está pasando”. O aquella frase que se repite más de lo que creemos: “No entiendo por qué reacciono así si, en teoría, mi vida está bien”. Ese presentimiento —ese ruido interno que a veces aparece en forma de nudo en el estómago o de tristeza sin nombre— suele ser la primera pista de que algo más antiguo, quizá heredado, está llamando la atención.
Y ahí aparece la palabra clave: patrones.
Patrones que se repiten como si fueran viejas canciones del sistema familiar: las mismas rupturas de pareja, los mismos bloqueos laborales, los mismos síntomas físicos que no encajan con ninguna analítica. Cuando algo “no tiene sentido”, suele ser el lugar perfecto para empezar a mirar hacia atrás.
Lo que no se resolvió antes vuelve en forma de señales

Uno de los descubrimientos más potentes de este enfoque es aceptar que el origen de lo que nos pasa muchas veces no nace en nosotros. Que a veces hay que levantar la mirada mucho más arriba en el árbol genealógico y preguntar:
¿de quién es esto que estoy cargando sin saberlo?
Los estudios hablan de hasta siete generaciones atrás influyendo en nuestra forma de sentir y reaccionar hoy. No es magia: es epigenética, esa especie de memoria emocional que se guarda en nuestros genes.
Si una abuela vivió miedo, violencia, pérdidas o un embarazo lleno de estrés, esa huella puede saltar generaciones como quien deja un mensaje en una botella.
La ciencia lo demostró de manera casi poética: unos ratones que aprendieron a temer un olor agradable tras una descarga eléctrica. Lo sorprendente fue esto: sus hijos y nietos reaccionaron exactamente igual… sin haber vivido nunca la descarga original. El miedo se había heredado.
Una historia real que parece de película

Albert, durante años, se ataba la muñeca izquierda sin saber por qué. Un gesto pequeño, repetitivo, casi automático. En terapia descubrió que su abuela, intentando corregir la zurdera de su padre, le ataba esa misma muñeca a la silla.
Cuando su padre sanó ese episodio… Albert, sin saber nada, se quitó el pañuelo horas antes.
A veces los síntomas hablan antes que la historia.
Sanar un trauma no es borrar el hecho, sino reparar cómo lo guardamos

El especialista lo resume de forma muy clara: el trauma no es el hecho, sino la imposibilidad de gestionarlo en su momento. Un niño sin herramientas puede convertir algo aparentemente pequeño en un terremoto interno que sigue temblando en la vida adulta.
El proceso terapéutico comienza identificando el patrón y haciendo algo que, a veces, cuesta: mirar con honestidad a la familia. La infancia. La relación entre los padres. Los abuelos. Las fechas que pesan. El embarazo y el parto. Mucho de lo que hoy vivimos viene de ahí.
Tres puertas para entrar en la sanación
- Lo cognitivo
La mente quiere entender, necesita un mapa. Aquí se reconstruye la lógica del sistema y de dónde viene el bloqueo. - La visualización guiada
Con un estado de calma profunda, aparecen imágenes, recuerdos, emociones que suelen vivir debajo del lenguaje. Es como si la parte inconsciente por fin encontrara un micrófono. - El trabajo corporal
El cuerpo guarda todo lo que no pudimos enfrentar. Lo no dicho se convierte en tensión, en nudos, en síntomas.
La terapia ayuda a completar movimientos que quedaron interrumpidos, permitiendo que el cuerpo suelte al fin lo retenido.
Además, hay movimientos sistémicos poderosos: reconciliar internamente a padres y abuelos, dignificar sus historias o incluso hacer actos simbólicos como dar un espacio a un aborto silenciado.
Miles de familias han repetido cargas sin saberlo, como poner a un hijo el nombre del hermano fallecido… y sin querer, pasarle el peso.









