miércoles, 22 octubre 2025

Filloas gallegas: la memoria reinventada en una receta tradicional que nunca pasa de moda

Las filloas gallegas son una caricia de harina, leche y fuego. Apenas un hilo de masa que se transforma en algo dorado, tenue, casi irreal. Hay algo profundamente hipnótico en ese gesto antiguo de verter la mezcla sobre la sartén caliente, en ese instante en que la masa se expande y se vuelve aire. En el sencillo acto de hacer filloas se condensa una memoria que no pertenece a nadie y, sin embargo, vive en todos. No son solo un postre: son una textura que une lo cotidiano con lo sagrado, lo humilde con lo eterno.

Hoy las filloas tradicionales encuentran una nueva vida. La cocina contemporánea, curiosa y valiente, las ha vuelto a mirar con otros ojos: los de quien entiende que la vanguardia nace de la raíz. La tradición no se conserva repitiéndose, sino reinventándose con respeto. En restaurantes y hogares, en cocinas profesionales y mesas sencillas, las filloas vuelven, más ligeras o más audaces, pero siempre fieles a esa suavidad que parece envolver el tiempo.

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UN ORIGEN DE FUEGO Y PACIENCIA

La historia de las filloas gallegas se remonta a los días en que la cocina se hacía con brasas y sin prisas. En las aldeas, la mezcla se batía con cucharas de madera, se dejaba reposar al borde del hogar, y cada pieza se cocinaba en una plancha de hierro ennegrecida por el uso. Hacer filloas era un rito doméstico, una coreografía entre el fuego y las manos. No existían medidas exactas, sino la intuición de quien conocía el punto justo por el sonido y el aroma.

Aquel origen rural explica su encanto persistente. No eran un lujo, sino una forma de aprovechar lo que había: leche, huevos, un poco de harina. En esa sencillez late el secreto de su perfección. La masa, fluida como una promesa, se extendía con un cucharón y se giraba con precisión, dejando una lámina finísima que podía rellenarse o comerse sola, templada y aún perfumada de manteca.

DEL HOGAR AL RESTAURANTE, SIN PERDER EL ALMA

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Filloas gallegas. Fuente: Freepik

Las filloas caseras nacieron en el ámbito doméstico, pero hoy se sirven en algunos de los restaurantes más sofisticados. Lo que antes se freía en silencio al calor del hogar, ahora aparece en vajillas de porcelana, acompañadas de cremas de cítricos, toques de brandy o confituras artesanas. La alta cocina ha redescubierto en la filloa una base perfecta para la creatividad. Su neutralidad, su textura flexible, permite combinaciones infinitas que dialogan entre lo dulce y lo salado.

Aun así, lo esencial no cambia. El momento en que la masa toca la superficie caliente sigue siendo pura alquimia. Cada filloa es un instante detenido entre la espera y el aroma. El cocinero moderno, igual que la abuela que las hacía en Carnaval, busca ese mismo equilibrio: el dorado justo, el borde fino que cruje apenas, el centro húmedo que se deshace. Lo demás —la presentación, el adorno— son añadidos a una base que no necesita más que honestidad.

ENTRE LO DULCE Y LO SALADO: LA VERSIÓN MIXTA

Hay algo fascinante en la versión mixta de las filloas gallegas, la que se mueve entre el postre y el entrante, entre el desayuno y la cena. Rellenas de crema pastelera o nata, de compota o miel, son pura ternura. Pero también pueden envolver setas salteadas, queso curado, foie o mariscos, en un guiño contemporáneo que respeta el origen y amplía el horizonte. La versatilidad de la filloa la convierte en un lienzo comestible para cada época y cada gusto.

Ese carácter dual refleja la esencia misma de la cocina actual: la mezcla. En un mundo que busca constantemente nuevas fusiones, las filloas ofrecen una lección silenciosa de equilibrio. La modernidad no siempre está en lo nuevo, a veces está en mirar de otra forma lo de siempre. La textura fina, el sabor discreto, el aroma tostado… todo en ellas invita a experimentar sin perder el alma artesanal que las sostiene.

LA EXPERIENCIA SENSORIAL: TEXTURA, AROMA Y TIEMPO

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Filloas gallegas. Fuente: Freepik

Las filloas gallegas artesanas apelan a todos los sentidos. Antes de probarlas, ya se oyen: ese leve siseo al caer la masa, el roce del hierro, el silencio después. Luego llega el aroma: manteca, leche caliente, harina dorada. Comer una filloa es revivir el gesto de quien cocina con el oído, con la memoria y con el corazón. El sabor es suave, pero deja una huella profunda, un eco familiar que reconforta.

En la mesa moderna, esa experiencia se amplifica. Las filloas se sirven tibias, a veces acompañadas de frutas asadas, helados, flores comestibles o un chorrito de aguardiente. El equilibrio entre la ligereza y la intensidad es su mayor virtud. No hay exceso ni artificio: solo una combinación de tiempo, temperatura y tacto. Cada bocado parece contener algo más que ingredientes; guarda un relato hecho de generaciones y silencios compartidos.

LA FILLOA COMO SÍMBOLO CONTEMPORÁNEO

Hoy, en medio de la prisa, las filloas gallegas se alzan como un recordatorio de otro ritmo. En una época donde todo se acelera, ellas exigen reposo: la masa que necesita descansar, la plancha que ha de calentarse con paciencia, la atención que impide que se quemen. Hacer filloas es un ejercicio de lentitud que resiste al tiempo digital. Su preparación, casi meditativa, conecta lo culinario con lo emocional, lo técnico con lo íntimo.

Quizá por eso tantos cocineros las recuperan. No solo por su sabor, sino por lo que representan: el respeto al producto, la belleza de lo sencillo, la armonía entre origen y reinvención. La filloa es una metáfora de cómo la tradición puede seguir siendo moderna sin perder autenticidad. Cada vez que se elabora una, en una cocina profesional o en un piso urbano, algo del pasado se mezcla con el presente sin ruido, sin nostalgia impostada, solo con verdad.

UN FINAL SUAVE, DORADO Y ABIERTO

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Filloas gallegas. Fuente: Freepik

Cuando se sirven calientes, apiladas en un plato o dobladas con elegancia, las filloas gallegas parecen prometer algo más que un postre. No hay grandilocuencia, solo un gesto cotidiano que se vuelve extraordinario. Cada filloa es una reconciliación entre el sabor y la memoria. Da igual si se bañan en miel, se rellenan de chocolate o se sirven con jamón curado: lo importante es la emoción que despiertan.

Tal vez ahí resida su magia: en ser universales sin perder su acento. En tener el poder de reunir a quien las hace y a quien las come en un mismo instante de calor y ternura. La filloa no pertenece a una época, sino al impulso eterno de transformar lo simple en algo que alimenta el alma. Por eso sigue viva, dorada, ligera, reinventada… como todo lo que merece perdurar.


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