El 15 de abril pasado ardió la Catedral de Notre-Dame en Paris. La foto más impactante publicada después del desastre es la que muestra una cruz del altar mayor resplandeciente entre las ruinas ennegrecidas del interior del templo.
La Fiscalía francesa apunta a una causa accidental de las llamas sacrílegas. Queda, pues, descartado un atentado. No es una tontería, porque tal como están las cosas, debe ser tentador para algún yihadista conquistar su paraíso personal a costa de templos para infieles como hemos visto en Sri Lanka. Otro terrorista, detenido a tiempo en Marruecos, pretendía inmolarse en las procesiones de Sevilla de esta pasada Semana Santa, matando con él a penitentes y turistas.
¿Y si fuese un castigo divino? Razones puede haber, pero no la de un Presidente francés que no tema a Dios. Emmanuel Macron se hizo bautizar con 12 años, aunque parece que ya consumió su fase mística.
La alcaldesa de Paris, Anne Hidalgo, socialista nacida en España, no debe ser tampoco un motivo suficiente para destruir el templo. Desde esta perspectiva, más apropiado hubiera sido el castigo cuando presidieron la Republica los socialistas François Mitterrand o François Hollande, y no pasó nada.
Parece que el arzobispo de Paris, Monseñor Michel Aupetit, se ha planteado esta cuestión desde la perspectiva religiosa, inquiriendo lo que quiso decir “el Señor a través de esta prueba dolorosa”, señalando al respecto que además de la reconstrucción de la catedral está la de la Iglesia (¿la Institución?). Hay quien, desde este ángulo, piensa incluso en reconvertir en peregrinos a los turistas que quieren visitar Notre-Dame, una reflexión con carga de profundidad.
Ese eventual desquite divino podría estar, quizás, relacionado con los pecados de la Iglesia católica contra el sexto mandamiento: pederastia, abusos a monjas y sectas, como una congregación catalana recientemente expuesta por un Tribunal eclesiástico de Vic y por el Vaticano debido a prácticas sexuales inaceptables en el seno de la Iglesia.
El Papa Francisco condena todo esto, pero no le hacen suficiente caso en la propia Iglesia. A finales de abril, el Vaticano ha celebrado una reunión, con presencia papal, sobre estas cuestiones, una más en un largo camino que requiere mucha determinación. Algún paso se ha dado, pero hay asociaciones de afectados que piden más medidas, y más contundentes, o expresan su escepticismo sobre la aplicación de las normas decididas en esta última asamblea.
Lo del género es un tema muy complicado en las religiones. Julio Cesar tuvo que tomar medidas cuando fue “Pontifex Maximus” porque un irrespetuoso bromista se coló disfrazado de mujer en una recepción que su esposa ofrecía, según las reglas, solo a otras damas con ocasión del festival de la “Bona Dea”. Descubierto el escandaloso sacrilegio, hubo que purificar la situación ya que la santidad de la pareja del Pontífice no sólo debía ser real, sino también aparente. César lo solucionó repudiando a su, por lo visto, ya no tan santa esposa.
No todos entienden bien estas complejidades entre el sexo y las religiones salvo, posiblemente, un jesuita que miró con asombro a un tierno infante en pleno franquismo religioso de los años cincuenta del siglo pasado que se acusaba, el pobre, en su confesión (y confusión) de haber “pecado contra el sexto mandamiento” porque, probablemente, algún día, o noche, se habría acariciado solitariamente. El miembro de la Compañía de Jesús, tras comprobar la temprana edad del joven arrepentido, le dijo con cariño e ironía, como si fuese el propio Juez Marchena: “Anda, márchate, tú no puedes saber lo que es pecar contra el sexto mandamiento”.
Esa resplandeciente cruz de Notre-Dame refleja, en estos momentos de tristeza por la ruina de un monumento que supera su propia religiosidad, la esperanza de un mañana mejor en los cielos o en la tierracrea lo que crea, o no crea, el que la contemple.
Carlos Miranda es Embajador de España