La caída del imperio prisaico: cuando Cebrián pudo comprar Youtube

El periodista Luis Balcarce se ha atrincherado durante varios meses con su bisturí en las hemerotecas para retratar hasta qué punto Prisa fue el grupo hegemónico de España. Los tentáculos del imperio mediático son desentrañados en la obra ‘Prisa. Liquidación de existencias’, trabajo hercúleo en el que se recopilan un ramillete de voces autorizadas aliñadas por los susurros de los que todavían temen al poderío de Cebrián y de los herederos de Polanco.

MUCHAS PREGUNTAS Y RESPUESTAS

¿Cómo pudieron repartir carnés de demócratas de toda la vida un empresario que se hizo de oro gracias a conocer con antelación la Ley de la Reforma Educativa de 1970 y un periodista que fue niño mimado del Régimen como jefe de informativos de TVE bajo el último Gobierno de la dictadura de Franco? Esa pregunta se la hacían, sin mucha fortuna, personajes como Luis María Anson, eficaz constructor de una trinchera que salvó a ABC como contrapoder a El País antes de rubricar «el pacto de la Academia» con su enemigo circunstancial.

¿Cómo pudo llamar franquista Cebrián a muchos de sus rivales periodísticos y políticos cuando él había entrado tras enchufe en el Pueblo de Emilio Romero, el único periodista que no tenía que pedir audiencia para entrar en el Pardo? En ‘Prisa. Liquidación de existencias’ se ve cómo Polanco es capaz de confeccionar con tesón y mucho olfato un holding editorial que dejó de vender puerta por puerta para acercarse con suerte a los ministros de Educación españoles y latinoamericanos.

También se advierte el prestigio de Cebrián en la Transición tras haberse granjeado el primer sillón de El País por haber loado a Manuel Fraga en su exilio dorado londinense antes de haber calificado de «neofascista» a Alianza Popular. El libro no deja de ser el testamento de un pacto de sangre entre Cebrián y Polanco: el primero tejió un Estatuto del Redactor que le daba poder ante los enemigos del que fuera su jefe (los accionistas fundacionales, cercanos a Fraga o Areilza) y al segundo le servía de palanca ante el poder para extender la edición de libros a otros negocios que cristalizarían con la compra de la Cadena SER o el nacimiento de Canal +.

MIOPÍA EMPRESARIAL

Cebrián le ofrecía a Polanco la entrada en algunos despachos del establishment patrio y el empresario cántabro le ofrecía al primero «estar en las mesas donde se decidía». Ese salto al patio de los mayores lo logró Juan Luis tras zafarse de todos los herederos del magnate: el apocado Ignacio cayó por su inseguridad y Javier Díez de Polanco, un sobrino más capaz que él, fue tirado empresarialmente por el ventanal. La intención de Cebrián era presidir Prisa y este sueño lo alcanzó tras tutelar la compra de Sogecable por 2.000 millones de euros antes de la crisis y un año después de que Google adquiriese Youtube por «solo» 1.200. Esta miopía empresarial estaba motivada por una arrogancia reconocida por él y porque Prisa, como subraya Balcarce, no era global, sino glacial por la gerontocracia que anidaba en sus consejos.

LA HEGEMONÍA

En la obra también advertimos los capítulos secretos de las guerras futboleras, el desagrado de Cebrián por las correrías nocturnas de sus compañeros de pueblo (‘El pianista en el burdel’), el pacto del restaurante Sacha entre Polanco y su «hijo adoptivo», el monopolio cultural prisaico, la hegemonía gramsciana cuyos límites marcaba El País, la arrogancia de la redacción al saberse estar en el buque ganador de la guerra, el estatus del lector al llevar el «independiente de la mañana» bajo el brazo, o cómo se exprimió la palabra «consenso» hasta convertirla en el gran negocio del imperio caído.

Balcarce, ataviado con una gabardina y armado con un bloc de notas en la mano, vuelve, según su prologuista Raúl del Pozo, «al lugar del crimen» para presenciar cómo el periodista más prestigioso de la Transición transmuta en un peculiar «sanchopanza» que viaja hasta hoteles 7 estrellas de la mano de Zandi, pícaro que engañó a los más pícaros con una estafa petrolera de manual. Cebrián no se fue de vacío y comprobó que como decía su viñetista disidente El Roto «el papel no tiene futuro…menos el de los billetes, ¡claro!».