—Pero, al final, ¿esto para qué sirve?

—Señor —repuso Faraday sin inmutarse—, muy probablemente pronto podrá usted cobrar impuestos por esto.

Más de 150 años más tarde, la anécdota sigue vigente.

«Faraday era un explorador, como todos los grandes científicos.»

Faraday era un explorador, como todos los grandes científicos. Su trabajo consiste en aventurarse en territorios desconocidos, en la intimidad de los átomos o en los confines del universo, en lugares que nadie ha visitado antes. Allí es donde se revelan nuevas realidades que antes estaban ocultas. Es una actividad de riesgo, sin garantías de éxito, no apta para quienes tienen miedo a salir de su zona de confort.

Se enfrentan al mismo reto que los artistas que exploran nuevas formas de expresión. Cuando Picasso se adentra en el cubismo, o cuando Miles Davis electrifica el jazz, emprenden caminos que no saben adónde les llevarán. Asumen riesgos. Pero no son saltos al vacío de creadores kamikazes. No saben adónde van, pero saben por dónde van. Saben cuál es el camino que deben seguir y, aunque encontrarán obstáculos imprevistos, aunque en ocasiones se sentirán perdidos en su propio laberinto, saben que a algún destino interesante llegarán.

Es también el reto al que se enfrentaban los exploradores que llegaban a un nuevo continente en el pasado o los robots que recorren Marte en la actualidad. Llegaban a una nueva orilla, cruzaban una cordillera, se abría ante ellos un enorme territorio desconocido y decidían: “¡hacia allí!”. Eran pioneros, quienes venían detrás les seguían.

¿Quiénes son los pioneros hoy día? ¿Quiénes son los exploradores que se adentran en terrenos desconocidos y expanden los límites de la humanidad? Ya muy pocos son viajeros, algunos son artistas y muchos son científicos. Buscadores que expanden los límites del conocimiento, la tecnología y la salud. Cuando el oncólogo Josep Baselga decide explorar las terapias moleculares contra el cáncer y decide “¡hacia allí!”, muestra un camino para mejorar los tratamientos y reducir la mortalidad. Traza una ruta que otros seguirán.

 

Cuando el cardiólogo Valentí Fuster decide aventurarse en el endotelio —la pared interior de las arterias— para comprender cómo se originan los infartos, lidera un camino que ha llevado a mejorar la prevención y el tratamiento de las enfermedades cardiovasculares. Con estas mejoras en la prevención y el tratamiento, las muertes por infarto en personas menores de 60 años, que una generación atrás eran un drama de salud pública, ahora son excepcionales.

Hay un sinfín de ejemplos. Lo que hicieron Watson y Crick con el ADN. Lo que hizo Einstein con la relatividad. Sin olvidar a Max Planck con la física cuántica. A Tim Berners-Lee con la World Wide Web de internet. A Steve Jobs con el iPhone…

«Gracias a todos ellos, hoy es posible vivir en gran parte del mundo sin miedo, sin hambre, sin frío, sin dolor y prácticamente sin enfermedades prematuras.»

Gracias a todos ellos, y a toda una legión más de exploradores, hoy es posible vivir en gran parte del mundo sin miedo, sin hambre, sin frío, sin dolor y prácticamente sin enfermedades prematuras. Gran parte de la humanidad ha dejado atrás el sufrimiento que ha sido la norma durante la mayor parte de su historia y ha llegado a las puertas del paraíso. En este progreso hacia el bienestar, los científicos han sido imprescindibles.

Pero no basta con la ciencia para avanzar.Cuando el explorador desembarca en el nuevo continente y empieza a cabalgar hacia el lejano oeste, tras él vienen las personas que construirán comunidades en lo que antes era un desierto. Vienen los campesinos que cultivarán la nueva tierra. Los colonos que levantarán las primeras casas. Los arquitectos y urbanistas que construirán ciudades. Los jueces y gobernantes que establecerán normas de convivencia. Los pastores y pensadores que transmitirán valores.

Todos ellos son imprescindibles. Si nadie le sigue, la aventura del explorador es vana. Exactamente lo mismo les ocurre a los exploradores científicos. Detrás del visionario que apuesta por las terapias moleculares, deben venir las empresas que desarrollen los fármacos, los gobiernos que los regulen y los hospitales donde se atenderá a los enfermos. Y deben venir, también son imprescindibles, los pensadores que velarán por que los avances se apliquen en beneficio de las personas.

«El progreso de la humanidad es una aventura colectiva.»

Porque la ciencia, si se fijan en lo que ha ocurrido a lo largo de la historia, no es un progreso lineal hacia un futuro mejor. Es una carrera de obstáculos en la que, por cada dos pasos adelante, se da uno atrás. Los descubrimientos de la física trajeron —entre otros avances— la electricidad a los hogares para no morir de frío, la refrigeración a las cocinas para no morir de hambre y técnicas de diagnóstico para no morir de enfermedades que hoy se curan. Pero también trajeron la bomba atómica, los accidentes nucleares y la catástrofe climática. Y precisamente porque toda creación contiene una semilla de destrucción, cuanto más rápidos son los avances, más rápida puede ser también la caída hacia el abismo.

Por eso es imprescindible que la investigación científica se complemente con una reflexión sosegada sobre cómo queremos dejar el mundo a nuestros hijos. Si les queremos dejar un legado de paz o un caos preapocalíptico. La respuesta a cómo deben utilizarse los avances, a qué dirección debemos tomar entre todos, no pueden darla solo los científicos que abren el camino. El progreso de la humanidad, todo el mundo lo sabe pero a veces conviene recordarlo, es una aventura colectiva. Todos vamos juntos en esta pequeña nave espacial que es el planeta Tierra.