Nuestra era está marcada por un concepto transversal a todos los seres humanos: la productividad. Esta dejó de limitarse al ámbito laboral y comenzó a colonizar cada rincón de la vida cotidiana. Ya no se trata solo de trabajar mejor, sino de justificar cada acción con un propósito medible, visible y útil. En ese tránsito silencioso, el descanso empezó a perder legitimidad frente a la exigencia constante de rendir.
La licenciada en Publicidad Agus Cabaleiro propone detenerse a observar este fenómeno cultural que atraviesa generaciones. Desde hacer la cama hasta leer un libro o elegir un hobby, la productividad se volvió un mandato que redefine la relación con el tiempo, el ocio y el propio valor personal.
Productividad: Cuando todo tiene que servir para algo

La idea de que cada gesto cotidiano debe traducirse en productividad se instaló de manera casi imperceptible. Tendemos la cama porque “ordena la mente”, leemos para “mejorarnos” y viajamos pensando en el contenido que vamos a generar. El hacer dejó de ser suficiente si no produce un resultado tangible, una mejora o una ventaja competitiva.
En ese contexto, los hobbies también quedaron atrapados en la lógica del rendimiento. Actividades históricamente asociadas al disfrute hoy se evalúan según su utilidad. La productividad transforma la cerámica en emprendimiento, la lectura en desafío anual y el descanso en una herramienta para rendir mejor después. Lo que no se puede medir, parece no contar.
Esta mirada no es nueva. Investigaciones históricas señalan que, con la industrialización, el tiempo empezó a concebirse como un recurso finito. Desde entonces, la productividad dejó de ser una ayuda para organizar tareas y pasó a definir la forma en que se valora cada minuto de la jornada.
Generaciones cansadas de correr sin llegar
Las diferencias generacionales revelan matices, pero no un quiebre total. Mientras los baby boomers y la generación X crecieron creyendo que la productividad garantizaba progreso, estabilidad y sentido, los millennials quedaron atrapados entre esa promesa y una realidad económica más incierta. Aun así, muchos siguieron apostando al esfuerzo como camino.
La generación Z, en cambio, muestra un mayor descreimiento. Para ellos, la productividad aparece más ligada a la supervivencia que a la realización personal. El trabajo ya no define identidad ni asegura bienestar. De allí que el sueño no sea “trabajar de lo que amas”, sino simplemente no vivir agotado por sistemas que no devuelven lo prometido.
Las redes sociales y la tecnología profundizaron este escenario. La exigencia de crear, optimizar y estar siempre activo eleva la vara de la productividad, incluso cuando se incorporan herramientas como la inteligencia artificial. Lejos de liberar tiempo, muchas veces multiplican tareas y refuerzan la sensación de no llegar nunca.
En este marco, revisar el vínculo con la productividad se vuelve urgente. No para negarla, sino para devolverle su lugar original: una herramienta y no un credo. Descansar sin culpa, disfrutar sin medir y aceptar los límites humanos puede ser, paradójicamente, el gesto más saludable frente a una carrera que no tiene línea de llegada.









