miércoles, 31 diciembre 2025

Historia de los Franciscanos en Extremadura. El Espectacular convento de la luz de Brozas

En 1554, Felipe II autorizó la construcción del Convento de la Luz en Brozas, un cenobio capitular que albergó a los franciscanos descalzos durante tres siglos. Pedro de Ibarra diseñó una joya del Renacimiento extremeño que hoy asombra a visitantes de todo el mundo.

Cuando los vecinos de Brozas presentaron su petición en 1554, buscaban algo más que un convento. Querían una referencia espiritual, un polo de irradiación religiosa que catalizara la vida comunitaria de su villa cacereña. Felipe II autorizó la construcción el 7 de febrero de ese año, y con esa firma real comenzó un proceso constructivo que definiría la arquitectura renacentista de Extremadura durante más de cuatro décadas. El Convento de Nuestra Señora de la Luz se alzaría como una de las joyas más relevantes de la orden franciscana en la Península Ibérica.

La historia de los franciscanos en España es una historia de reformas y contrarreformas, de tensiones internas que dieron lugar a algunas de las iniciativas espirituales más apasionadas del cristianismo medieval y moderno. Los descalzos representaban una rama de la orden que había decidido, a diferencia de sus hermanos conventuales, vivir con una austeridad extrema, casi radical, rechazando toda comodidad y volviendo a los principios más estrictos de Francisco de Asís. La provincia de San Gabriel, creada en 1519 y radicada principalmente en Extremadura, se convirtió en el hogar de estos frailes que buscaban no solo predicar, sino encarnar la pobreza evangélica en su cotidianidad.

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El genio de Pedro de Ibarra dibuja el Convento de la Luz

Brozas tenía un as guardado en la manga: disponía de una ermita primitiva ya dedicada a la Virgen de la Luz. Los vecinos señalaron ese lugar porque reunía todo lo necesario: capacidad suficiente, buen estado constructivo, rentas que permitirían mantener la obra, abundancia de agua y, lo más práctico, una cantera de granito a pocos pasos. Fue el arquitecto Pedro de Ibarra, ya entonces una figura capital del Renacimiento extremeño, quien asumió la dirección de las obras como Maestro Mayor. Ibarra, discípulo de Juan de Herrera y colaborador en El Escorial, traía consigo la experiencia de un arquitecto que había trabajado bajo los más altos estándares de la arquitectura renacentista española.

La construcción comenzó lentamente. Entre 1569 y 1592 se completaron las obras principales, un período de más de dos décadas en el que el convento fue adquiriendo su fisonomía definitiva. El coste oficial alcanzó los 500.000 maravedíes, una suma considerable para la época que refleja la ambición del proyecto. El resultado es un edificio de planta cuadrangular organizado alrededor de un claustro magnífico de dos cuerpos superpuestos: el inferior con arcos de medio punto sostenidos en columnas toscanas, el superior más reducido con vanos adintelados. La iglesia, diseñada según los cánones renacentistas de proporción y sobriedad, cuenta con una nave dividida en tres tramos, coro a los pies, capillas adosadas entre los contrafuertes, un falso crucero y presbiterio rectangular rematado por un camarín de proporciones casi cúbicas.

Cuando la Provincia de San Gabriel convirtió a Brozas en centro espiritual

En 1559, apenas cinco años después de la autorización real, la rama descalza de los franciscanos recibió el Convento de la Luz e inmediatamente lo incorporó a la provincia de San Gabriel. Ese acto administrativo, aparentemente menor, transformó la pequeña villa de Brozas en algo insólito: la sede de un cenobio capitular, es decir, la casa madre desde la que se gobernaban todas las comunidades franciscanas descalzas de Extremadura. El prestigio de albergar la sede provincial atrajo a frailes de toda la región, convirtiendo al Convento de la Luz en un foco de espiritualidad, intelectualidad y poder dentro de la orden. Los descalzos, recordemos, no eran precisamente monjes ociosos que pasaban el tiempo rezando en silencio. Eran activos propagandistas de una forma de vida más austera, predicadores viajeros, educadores de conventos menores, corresponsales de una red que se extendía por toda la Península.

La provincia de San Gabriel tiene sus propios orígenes singulares. Fue creada en 1519 como consecuencia de la expansión de los franciscanos descalzos en Extremadura, tras su inicial constitución como Custodia del Santo Evangelio en 1514. Los nombres históricos de estos frailes revelan su identidad: se llamaban guadalupanos, porque su reforma inicial había venido de la mano de Juan de Guadalupe en 1495 en Granada. Luego fueron conocidos como alcantarinos, en honor a San Pedro de Alcántara, una de las figuras más significativas de la austeridad monástica. Pedro de Alcántara llegó a Extremadura y fundó conventos tan minúsculos que parecían burlarse del sentido común constructivo, como el convento de El Palancar, con apenas 72 metros cuadrados, donde el santo dormía sentado porque su celda era tan estrecha que no cabía acostado.

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Los Doce Apóstoles de México: la otra cara de los conventos franciscanos extremeños

No todos los conventos franciscanos de Extremadura eran tan austeros como los de los descalzos. Belvís de Monroy, a pocos kilómetros de Brozas, albergaba el Convento de San Francisco del Berrocal, fundado en 1505 e inaugurado en 1509. Este cenobio tiene una gloria histórica que eclipsa casi todo lo demás: de sus dependencias partió en 1523 la expedición de Los Doce Apóstoles de México, los primeros doce misioneros que evangelizarían lo que sería el virreinato de Nueva España. Esos frailes extremeños se convirtieron en exploradores, antropólogos y fundadores de pueblos, iniciando una era que la historiografía denomina «la época de los doce», que se extendería de 1524 a 1569. El Convento del Berrocal no es un cenobio cualquiera; es la cuna de un imperio misional que marcó el destino espiritual de un continente.

La orden franciscana comprendía muy bien que el dominio español en América requería algo más que soldados y gobernadores. Necesitaba legitimación espiritual, predicadores que hablaran el lenguaje de la fe y que simultáneamente fuesen etnógrafos, lingüistas y estrategas culturales. Los Doce de México fueron seleccionados con cuidado, entrenados en conventos como el de Belvís, y enviados con una misión clara: no solo convertir, sino integrar, aprender las lenguas indígenas, documentar costumbres, fundar ciudades bajo el patrón de la cruz y el cuadrícula urbana castellana. Su éxito fue tan espectacular que la evangelización de Nueva España se aceleró de forma vertiginosa, convirtiendo a Extremadura en un vivero de misioneros que cambiarían la historia del continente americano.

El Monasterio de San Francisco de Cáceres: el otro extremo de la arquitectura franciscana

Si el Convento de la Luz de Brozas representa la severidad renacentista de los descalzos, el Monasterio de San Francisco de Cáceres encarna la riqueza monumental de los franciscanos conventuales. Iniciado a finales del siglo XV, con su claustro original construido en 1480, este convento recibió el patrocinio directo de los Reyes Católicos, cuyos emblemas pueden verse aún en las claves de las bóvedas. La iglesia es una construcción de tres naves con planta de cruz latina, cubierta con bóvedas de crucería cuya complejidad aumenta desde los pies hasta la cabecera, obra del arquitecto Pedro de Marquina. A diferencia del de Brozas, el monasterio cacereño también fue patrocinado por las familias nobiliarias de la ciudad, quienes costearon capillas enteras para asegurar sus enterramientos en el templo.

La historia del monasterio cacereño incluye capítulos inesperados. Durante la Guerra de Independencia fue utilizado como cuartel militar. En tiempos modernos pasó a usos civiles, aunque siempre mantuvo su importancia patrimonial. Hace poco, en 2024, se completó una restauración significativa de su fachada principal, devolviendo al edificio algo de su esplendor renacentista. Dentro de sus muros se conservan aún frescos del siglo XVII que representan personajes y eventos de la orden franciscana, un museo de pintura religiosa que pocos turistas llegan a ver. Los claustros interiores conservan ese silencio que solo tienen los lugares antiguos, una quietud que parece suspender el tiempo.

El legado que se mantiene en piedra y memoria

El Convento de la Luz de Brozas sufrió, como tantos edificios religiosos españoles, los embates de la Desamortización de Mendizábal en 1835. Los frailes fueron exclaustrados, la comunidad se disolvió, el edificio pasó a manos privadas. Durante décadas languideció, víctima de la falta de mantenimiento y del cambio de los tiempos. Pero a finales del siglo XX, entre 1999 y 2002, fue rehabilitado y transformado en hotel de cuatro estrellas, uso que mantiene hoy aunque ha pasado por períodos de cierre. La orden franciscana, con sus diversos ramos y reformas, dejó una huella indeleble en la arquitectura religiosa extremeña, comparable a la que dejó en otras regiones españolas, pero con un carácter particular que refleja los paisajes áridos de Cáceres y el nivel artístico de maestros como Pedro de Ibarra. Los descalzos querían vivir en la austeridad, pero sus arquitectos les entregaban conventos de una belleza serena, proporcionada, renacentista. Esa paradoja, esa tensión entre el deseo de pobreza material y el acceso a la belleza espiritual, es quizá lo que hace que estos conventos sigan cautivando a quien los visita.


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