La escena se repite en aulas de todo el mundo: estudiantes que aprueban sin comprender y docentes que evalúan sin certezas. La irrupción de la inteligencia artificial no creó este problema en la educación, pero lo expuso con crudeza y velocidad. La pregunta ya no es cómo estudiar mejor, sino para qué hacerlo en un sistema que parece haber perdido su sentido original.
Santiago Bilinkis, emprendedor y tecnólogo, pone palabras a una inquietud compartida: la educación continúa organizada con lógicas del pasado mientras el mundo avanza a otro ritmo. En ese desfasaje se juega algo más que el rendimiento académico. Se discute la capacidad de pensar, crear y aprender en serio.
Cuando aprobar dejó de ser aprender
Durante décadas, la educación se sostuvo sobre un acuerdo implícito: estudiar garantizaba progreso. Las notas funcionaban como brújula y promesa. Hoy ese pacto está debilitado. Casos recientes en universidades de Estados Unidos, donde alumnos reconocieron haber aprobado exámenes completos con IA, muestran hasta qué punto aprobar y aprender se separaron.
El problema no es nuevo. La educación ya arrastraba una crisis profunda basada en la memorización y el castigo al error. La llegada de la IA solo aceleró un proceso previo. Si es posible obtener un diez sin leer el enunciado, toda la energía se dirige a la calificación y no al conocimiento.
Bilinkis retoma investigaciones clásicas sobre motivación para explicar el fenómeno. La educación privilegió durante años los incentivos externos y relegó el deseo genuino de aprender. Cuando el premio es la nota y no la comprensión, cualquier atajo resulta tentador.
Educación: El riesgo de delegar el pensamiento

Un experimento reciente del MIT encendió alarmas en el ámbito de la educación. Estudiantes que escribieron ensayos con ayuda de IA mostraron menor actividad cerebral y escasa capacidad de recordar lo producido. No se trata de demonizar la tecnología, sino de advertir sus efectos cuando reemplaza el esfuerzo cognitivo.
Bilinkis define este fenómeno como sedentarismo cognitivo. La escuela enfrenta así un dilema inédito: nunca fue tan fácil cumplir con las consignas y nunca tan difícil involucrarse de verdad. Delegar el pensamiento puede volvernos más eficientes, pero también más frágiles.
Prohibir la IA en las escuelas, advierte, sería un error. El desafío pasa por cambiar el orden. Pensar primero, equivocarse y luego usar la herramienta para mejorar. Cuando la educación habilita el error y la exploración, la tecnología potencia en lugar de apagar.
El problema de fondo excede a las aulas. Una educación centrada solo en resultados forma personas entrenadas para cumplir, no para comprender. Las pruebas estandarizadas muestran déficits, pero el fracaso más profundo es la pérdida de curiosidad y pensamiento crítico.
Recuperar el sentido de la educación implica un cambio colectivo. Familias, docentes y políticas públicas deben volver a poner el foco en la motivación intrínseca. Sin ese motor, la educación seguirá siendo vulnerable a cualquier atajo tecnológico que prometa facilidad.
Bilinkis insiste en que la educación no consiste en acumular datos, sino en encender una llama. Los contenidos se olvidan, pero los buenos docentes dejan marcas duraderas. Aun en este contexto incierto, la educación puede volver a preparar para el futuro si se anima a cambiar.









