Renacer no es empezar de cero, es mirarse de nuevo cada día. Vivimos rodeados de calendarios llenos de fechas importantes, de celebraciones marcadas en rojo, de momentos a los que les colgamos la etiqueta de “especiales”. Pero Cristian Argüello Gómez propone mirar la vida desde otro ángulo, uno menos solemne y mucho más real. Para él, la espiritualidad no ocurre solo en Navidad, en un cumpleaños o en un ritual concreto. Ocurre cada día. O no ocurre.
Su mensaje es sencillo y, a la vez, exigente: cada mañana es una oportunidad para volver a empezar por dentro. Sin fuegos artificiales. Sin grandes promesas. Solo con presencia. “Creo que todos los días tenemos que renacer, todos los días tenemos algo nuevo que aprender”, dice. Y cuando lo escuchas, algo se recoloca. Porque es verdad: la vida no avisa. No garantiza mañanas. Por eso, agradecer, amar o estar despiertos no debería aplazarse. “Todos los días son días para agradecer, porque uno no sabe cuándo es el último”.
La vida no castiga: enseña

Una de las ideas que más se repite en su mirada es esta: la vida es una escuela. No una escuela amable todo el tiempo, pero sí profundamente pedagógica. Nada ocurre porque sí. Los problemas no son errores del sistema, sino materias pendientes que regresan hasta que se comprenden. “Todo el trabajo que tenemos que hacer es interno”, insiste.
Desde ahí, el bienestar deja de depender de la suerte o de que todo salga como esperamos. Depende de cómo interpretamos lo que sucede. No se trata de negar el dolor —eso sería poco honesto—, sino de atravesarlo sin expectativas rígidas, con la certeza de que incluso lo incómodo trae un aprendizaje. “No vinimos solo a divertirnos”, recuerda Argüello. “Vinimos a evolucionar”. Y esa evolución, casi siempre, incomoda un poco.
La muerte como cambio de forma, no como final

Hablar de la muerte nunca es fácil. Cristian no la esquiva, pero la mira desde un lugar distinto. Para él, la muerte no es un final, sino un cambio de estado de la misma esencia que somos. Esta forma de entenderla transforma por completo el duelo.
“El duelo hay que vivirlo”, aclara, “pero no desde el reclamo”. El dolor está. La tristeza también. Pero propone algo que descoloca: cambiar el llanto de reproche por un llanto de gratitud. Agradecer el tiempo compartido, aunque haya sido breve. “Gracias Dios, fueron quince años felices de mi vida”, ejemplifica. No elimina la pena, pero la vuelve más habitable. Más suave. Menos destructiva.
Desde esta comprensión, incluso las pérdidas más duras pueden resignificarse. “¿Qué es lo peor que nos puede pasar? Que nos morimos. Y como la muerte no existe… ¿cuál es el problema?”, dice, sabiendo que suena provocador. Pero no lo dice desde la negación, sino desde una confianza profunda en que todo lo que sucede, al final, tiene un sentido.
Intuición, coherencia y mirar hacia dentro

Cristian habla mucho de la intuición. De esa voz baja que todos tenemos y que no siempre escuchamos. “A todos los seres humanos la intuición nos habla; la diferencia es quién la escucha”. También menciona lo que llama “diocidencias”: esas coincidencias que parecen casuales, pero que aparecen cuando uno está alineado consigo mismo.
Habla de guías, sí, pero con una aclaración importante: respetan el libre albedrío. “No intervienen si no se les pide ayuda”. No hacen el trabajo por nosotros. Acompañan, pero no interfieren en el proceso de aprendizaje.
Y aquí llega una de sus ideas más terrenales: la espiritualidad se mide en resultados. No en discursos. La coherencia se refleja en cuatro áreas muy concretas: salud, finanzas, relaciones y satisfacción personal. Si algo no fluye, la invitación no es mirar fuera, sino revisar dentro. “La maestría empieza cuando dejamos de corregir al otro y empezamos a mirarnos”.









