Nos han enseñado que pensar bien es estar siempre activos. Concentrados. Ocupados. Productivos. Pero la mente, curiosamente, no siempre funciona así. A veces hace justo lo contrario. Se enciende cuando bajamos el ritmo, cuando dejamos de exigirle resultados y le damos espacio. De eso habla Ignacio Crespo, médico y divulgador científico, cuando invita a mirar la salud mental desde un lugar menos rígido y bastante más humano.
Crespo no explica la neurociencia como algo lejano o frío. La explica desde la vida. Creció en Galicia, en un entorno con pocos estímulos externos, mucho silencio y bastante tiempo para estar consigo mismo. Y lejos de verlo como una carencia, lo reconoce como un regalo. “Lo que está más relacionado con la creatividad es aburrirte”, dice. Cuando no hay ruido fuera, el cerebro empieza a hacer cosas dentro. A conectar ideas. A imaginar. A pensar sin rumbo (que a veces es justo lo que más falta nos hace).
Infancia, plasticidad y lo que se pierde al crecer

Biológicamente, el cerebro infantil es una fiesta. Una red desbordada de conexiones. De las más de 86.000 millones de neuronas que tenemos, en la infancia existen muchas más interconexiones activas que en la edad adulta. Eso explica por qué los niños mezclan ideas imposibles, hacen asociaciones extrañas y tienen una creatividad tan poco lógica… y tan poderosa.
Pero crecer implica elegir. Y renunciar. El cerebro, con el tiempo, hace lo que se conoce como poda sináptica: elimina conexiones que no se usan para volverse más eficiente. Ganamos orden, rapidez, funcionalidad. Perdemos, eso sí, parte de esa creatividad salvaje. No es un error del sistema. Es una adaptación. El precio de poder movernos en un mundo complejo sin colapsar.
El caos no es el enemigo (aunque nos incomode)

Aquí Crespo lanza una de esas ideas que hacen fruncir el ceño al principio. Un cerebro sano no es perfectamente ordenado. Al contrario. Tiene que ser caótico. “Cuantas más propiedades caóticas tiene el cerebro, mejor está funcionando”, explica.
Un cerebro demasiado regular, con un ritmo constante y predecible —ese “pum, pum, pum” sin variaciones— no es estabilidad. Es patología. El ejemplo más claro es una crisis epiléptica, donde todas las neuronas se activan a la vez. El caos, en cambio, permite flexibilidad, sensibilidad y adaptación. Es lo que nos permite pensar, crear, reaccionar. Vivir, en definitiva.
Recordar menos también puede ser una forma de cuidarse

Solemos idealizar la memoria. Como si olvidar fuera un fallo. Pero no lo es. Los recuerdos no son etéreos: son redes de neuronas que hay que reactivar para que se mantengan. Y el contexto importa mucho más de lo que creemos. A veces recordamos algo no por el dato en sí, sino por el olor, la música o la sensación corporal que lo acompañaba.
Y aun así, olvidar es necesario. “Olvidar también es adaptativo”, insiste Crespo. Si recordáramos todo, el cerebro colapsaría. No podríamos soltar una ruptura, un duelo, una etapa difícil. El olvido nos protege. Filtra. Prioriza. Nos permite seguir adelante sin cargar con todo el peso del pasado.
La ilusión del control y la falsa libertad
Uno de los momentos más incómodos —y más interesantes— de su reflexión llega cuando desmonta la idea de que controlamos nuestra mente. Para Crespo, esa separación entre “yo” y “mi mente” no tiene sentido. Somos cuerpo y mente al mismo tiempo. No hay un piloto externo.
Muchas decisiones que creemos libres están condicionadas por factores invisibles: el hambre, el cansancio, el entorno. Hay estudios que muestran que jueces dictan sentencias más duras cuando tienen hambre. Así de simple. Así de humano. Desde ahí, la idea clásica de libertad absoluta se tambalea. No somos tan libres como creemos… pero tampoco tan responsables de todo como nos han hecho pensar.









