Durante los últimos años, el ayuno prolongado —y en especial el famoso ayuno de tres días— se ha convertido casi en una promesa de reinicio vital. En redes sociales se habla de limpiar el cuerpo, de activar una autofagia “profunda”, de borrar errores metabólicos acumulados. Suena potente, casi épico. Pero cuando uno rasca un poco (y se sienta a escuchar a profesionales con los pies en la tierra), la historia cambia bastante.
Desde una mirada más clínica y menos entusiasta, algunos expertos en nutrición invitan a bajar un par de marchas. No porque el ayuno no haga nada, sino porque no hace todo lo que se le atribuye. Y, sobre todo, porque no siempre es la mejor herramienta para cuidar la salud a largo plazo.
Menos épica y más sostenibilidad

La idea central es sencilla, aunque no siempre popular: los beneficios físicos del ayuno de tres días suelen estar bastante sobrevalorados si los comparamos con estrategias mucho más aburridas, pero eficaces. Un déficit calórico moderado, sostenido en el tiempo, suele aportar más beneficios reales y con menos peaje físico y mental.
El cuerpo, además, no es tonto. El cuerpo recuerda. Cuando detecta una situación de privación intensa, toma nota. Y cuando vuelve la comida, muchas veces responde con hambre descontrolada, atracones o una necesidad casi urgente de compensar. Lo que se gana en tres días puede perderse —o incluso empeorarse— en los siguientes.
Por eso, el problema no es solo fisiológico. También es conductual. El ciclo de “aprieto fuerte y luego me desbordo” acaba siendo una trampa conocida, difícil de sostener y poco amable con quien la vive. Desde esta perspectiva, el ayuno prolongado no se plantea como una herramienta cotidiana de salud, sino como algo muy puntual. Y completamente opcional.
Cuando lo importante no es el cuerpo, sino la cabeza

Ahora bien, donde el ayuno de tres días sí tiene algo interesante que decir es en otro plano. Uno del que se habla poco. El psicológico.
Ayunar, como meterse en agua fría, es incómodo. Molesto. A ratos desagradable. Dicho sin rodeos: apesta. Y justo ahí aparece su valor. Elegir voluntariamente una experiencia incómoda enseña algo que hemos ido perdiendo: a estar en el malestar sin huir de él.
Durante un ayuno prolongado, no queda otra que aprender a respirar mejor, a bajar revoluciones, a convivir con la sensación de hambre sin intentar apagarla de inmediato. Ese proceso activa el sistema nervioso parasimpático, el que calma, regula y devuelve el equilibrio. No desaparece el malestar, pero deja de mandar.
Además, exponerse a algo difícil fortalece la resiliencia. La capacidad de aguantar, de no romperse a la primera. De comprobar, con hechos, que uno puede atravesar situaciones incómodas y salir al otro lado.
El pequeño orgullo de lograr algo difícil

Hay también un efecto menos científico y muy humano. Completar algo que no apetece, que cuesta y que la mayoría evita, genera una sensación interna de logro. No es postureo. No es contárselo a nadie. Es mirarse y pensar: “Pude hacerlo”.
Esa fortaleza mental no se queda solo en el ayuno. Se filtra en otras áreas de la vida. En la paciencia, en la toma de decisiones, en la capacidad de no reaccionar de forma automática ante cada impulso.
Y aquí el contexto importa. Vivimos en sociedades donde la comida está siempre disponible, donde el hambre real casi no existe y donde cualquier incomodidad se tapa con un clic. En ese escenario, renunciar voluntariamente a la gratificación inmediata se convierte en un entrenamiento mental poderoso.
No es algo nuevo. Durante siglos, distintas tradiciones religiosas utilizaron el ayuno como forma de disciplina interior. Hoy, sin el envoltorio espiritual, puede entenderse como lo que es: un ejercicio de autocontrol. Aprender a no responder a cada señal del cuerpo de forma inmediata.









