El cerebro se construye en los primeros años de vida. Hay etapas en la vida que pasan rápido… y otras que lo cambian todo. Los primeros cinco años de un niño pertenecen a este segundo grupo. Son años silenciosos, llenos de gestos pequeños, miradas, palabras que empiezan a salir torcidas y pasos inseguros que, sin darnos cuenta, construyen el resto del camino.
La intervención temprana nace precisamente para cuidar ese momento tan delicado. No es un tratamiento ni una etiqueta, es un acompañamiento pensado para niños y familias desde el nacimiento hasta los cinco años, cuando el cerebro alcanza casi el 90 % de su desarrollo. Rosa Flores, psicóloga especializada en salud mental infantil y Directora Ejecutiva de Programas en el Arc de Palm Beach County, lo resume con sencillez: actuar a tiempo puede cambiar una vida entera.
Una ventana que se abre (y conviene no dejar pasar)

Se llama intervención “temprana” por una razón muy concreta. En esos primeros años, el cerebro es flexible, moldeable, casi como plastilina tibia entre las manos. Lo que se trabaja ahí se integra rápido y permanece. “La intervención temprana en verdad es un conjunto de servicios que se le dan a los niños; se dice temprana porque empiezan desde que nacen y debe de durar casi hasta los cinco años de edad”, explica Flores.
Incluso antes de nacer, añade, ya empieza todo. El vínculo emocional, el estado anímico de la madre, el estrés o la calma durante el embarazo influyen más de lo que solemos imaginar. A veces olvidamos que el desarrollo no empieza en la cuna, empieza mucho antes.
Cuando la familia se convierte en el centro

Aquí hay algo que Rosa Flores repite una y otra vez, y con razón: sin la familia, la intervención no funciona. Los profesionales orientan, acompañan, ofrecen herramientas… pero quienes sostienen el proceso día a día son madres, padres y cuidadores. “Nosotros damos la guía, pero es la familia quien la pone en práctica en su vida diaria”, explica.
Son ellos quienes notan primero que algo no encaja. Un niño que no habla como otros, que no mira a los ojos, que se frustra con facilidad o no avanza al mismo ritmo. Esas pequeñas señales —las famosas “banderitas rojas”— suelen venir acompañadas de miedo. Miedo a equivocarse, a exagerar, a aceptar que algo puede no ir bien. “Hay padres que no quieren reconocer que su niño, que ha nacido perfecto, tenga algún retraso”, admite Flores (y es comprensible).
Escuchar la intuición también es cuidar

A veces el pediatra recomienda esperar. Y esperar, cuando hay dudas, puede ser angustioso. Por eso, Flores anima a las familias a confiar en su intuición y buscar más información si algo no les deja tranquilos. Herramientas como el cuestionario ASQ-3 ayudan a detectar posibles retrasos de forma temprana y sin juicios.
En Palm Beach County, organizaciones como el Arc ponen ese apoyo al alcance de todos. Programas gratuitos, sin requisitos económicos y en varios idiomas, que trabajan tanto en casa como en consultas pediátricas. First Steps, Early Connections o Power Lips no solo acompañan a los niños, también empoderan a las familias.
Y los resultados hablan solos. Niños que comenzaron con sospechas de autismo, TDAH o retrasos motrices y que hoy se gradúan en secundaria con honores. “El impacto es extremadamente positivo”, dice Flores con orgullo, y se le nota.
Al final, la intervención temprana no va de corregir, sino de potenciar. De transformar la preocupación inicial en confianza. De recordar que pedir ayuda no es rendirse, es cuidar mejor. Porque cuando se acompaña a tiempo, el futuro deja de dar miedo y empieza a abrirse.









