Durante décadas, la alimentación fue entendida como una simple suma de calorías y nutrientes. Sin embargo, la ciencia comenzó a demostrar que ciertos patrones alimentarios tienen un impacto profundo y sostenido en la salud. En ese escenario, la dieta mediterránea se consolidó como uno de los modelos más estudiados y recomendados a nivel mundial.
La Licenciada en Nutrición, Adriana Puente, explica que el interés por este enfoque nació a mediados del siglo XX, cuando los investigadores observaron que los países que consumían la dieta mediterránea presentaban tasas notablemente más bajas de enfermedades cardiovasculares en comparación con otras regiones industrializadas.
Un modelo cultural que va más allá de los alimentos
Lejos de ser una moda o un plan restrictivo, la dieta mediterránea es, ante todo, una forma de entender la alimentación. No se limita a una lista cerrada de ingredientes, sino que propone un modelo cultural que abarca la selección de los alimentos, su forma de preparación y la manera en que se consumen.
Este patrón se basa principalmente en alimentos de origen vegetal. Frutas, verduras, legumbres, cereales integrales, frutos secos, semillas, hierbas y especias constituyen su columna vertebral. A ello se suma el uso predominante del aceite de oliva como principal fuente de grasa, un rasgo distintivo de la dieta mediterránea que explica muchos de sus beneficios.
El consumo de pescado y mariscos es habitual, aunque siempre con moderación, al igual que las carnes de ave, los lácteos y los huevos. En contraste, las carnes rojas, los embutidos, los productos ultraprocesados y los dulces aparecen de forma ocasional. Según Puente, esta combinación no resulta extraña: es, en esencia, lo que los profesionales de la salud recomiendan desde hace años.
Dieta mediterránea: Evidencia científica y beneficios a largo plazo

Uno de los grandes respaldos de la dieta mediterránea proviene de la investigación científica. Estudios de gran escala demostraron su impacto positivo en la prevención de enfermedades cardiovasculares, el control del peso y la mejora del perfil lipídico. El aceite de oliva, rico en grasas monoinsaturadas, contribuye a reducir el colesterol LDL y a mantener niveles adecuados de colesterol HDL.
Además, los pescados grasos como el salmón, las sardinas o la caballa aportan ácidos grasos omega 3, fundamentales para disminuir la inflamación celular, reducir los triglicéridos y bajar el riesgo de accidentes cerebrovasculares e insuficiencia cardíaca. Este equilibrio entre omega 3 y omega 6 es otro de los pilares de la dieta mediterránea.
La evidencia también se extiende a otras áreas. Grandes estudios prospectivos europeos observaron que una alta adherencia a este patrón alimentario se asocia con una reducción significativa de la mortalidad por cáncer, así como con menor riesgo de desarrollar cáncer colorrectal, de mama y de próstata. A su vez, se registraron beneficios en la prevención de enfermedades neurodegenerativas y en el deterioro cognitivo asociado al envejecimiento.
En consulta, Puente observa resultados concretos en pacientes con diabetes, hipertensión y síndrome metabólico. La dieta mediterránea ayuda a mejorar la glucemia, reducir la obesidad abdominal y corregir alteraciones en los lípidos sanguíneos, factores clave para una mejor calidad de vida.








