Durante años se instaló la idea de que trabajar en lo que apasiona garantiza una vida plena y sin conflictos. Sin embargo, cada vez más profesionales de la salud advierten que esa narrativa, amplificada por las redes sociales, choca de frente con la experiencia real de millones de personas.
El médico Antonio Hernández sostiene que esta distancia entre expectativa y realidad se ve agravada por el impacto cotidiano de las redes sociales, donde el éxito, la felicidad y la estabilidad emocional aparecen como estados permanentes, cuando en verdad son procesos complejos y cambiantes.
La constancia que no se muestra en las redes sociales

Antonio Hernández explica que tener días malos no solo es normal, sino inevitable. En consulta observa cómo muchos pacientes llegan frustrados porque su trabajo, su pareja o su vida no coinciden con el ideal que consumen en redes sociales. “La constancia no nace del entusiasmo constante, sino de aceptar que habrá días en los que no te guste lo que haces y aun así sigas”, señala.
Esa lógica se repite, según el especialista, en la crianza y en los vínculos familiares. Amar no implica ausencia de pensamientos incómodos, sino responsabilidad sostenida. El problema surge cuando las redes sociales eliminan esa parte del relato y solo muestran viajes, coches de lujo y sonrisas permanentes, generando comparaciones imposibles de sostener.
El resultado es una erosión progresiva de la autoestima. Hernández advierte que la exposición constante a estos modelos crea la sensación de fracaso personal. “Por comparación, muchos concluyen que no son suficientes”, afirma, y subraya que las redes sociales se convierten así en una fábrica silenciosa de insatisfacción emocional.
Valores, éxito y el precio invisible
Uno de los ejes que propone Hernández para salir de esa inercia es el trabajo con valores personales. Decidir desde la propia escala interna, y no desde lo que imponen las redes sociales, permite mayor coherencia y paz mental. “Muchas personas ni siquiera se han preguntado qué quieren realmente”, sostiene.
El médico ilustra esta idea con historias de deportistas de élite que alcanzaron el éxito cargando expectativas familiares y sociales. Desde su experiencia clínica, señala que las redes sociales suelen glorificar el triunfo sin mostrar el peaje emocional: ansiedad, depresión o vacío una vez alcanzada la meta.
Hernández también cuestiona la obsesión por la estabilidad. Para él, la salud no reside en ser siempre iguales, sino en aceptar la variabilidad emocional. “La vida no es estable, es estacional”, explica. Sin embargo, las redes sociales siguen premiando una imagen de control permanente que empuja a ocultar fragilidades.
Aceptar las propias sombras forma parte del proceso. El especialista insiste en que mostrarse solo desde lo brillante genera una identidad frágil. Las redes sociales refuerzan ese mecanismo al recompensar la validación externa, cuando el verdadero equilibrio nace del autoconocimiento y la honestidad personal.
Finalmente, Hernández concluye que la felicidad no es un estado continuo ni una meta definitiva. Es un movimiento, una adaptación constante a lo que somos y a lo que cambia. Reducir la influencia de las redes sociales y recuperar la pregunta esencial —qué vida quiero vivir— aparece, entonces, como un primer acto de salud mental y coherencia vital.









