La Navidad es ese paréntesis del año en el que todo parece más cercano: las mesas se alargan, las conversaciones se cruzan y los brindis se repiten “solo uno más”. Pero, seamos honestos, también es un pequeño examen de convivencia, tacto y reputación. Porque aunque nadie lo diga en alto, una cena navideña habla mucho de quien invita… y también de quien se sienta a la mesa. Y no, no es exageración.
Elegir a quién invitas también dice quién eres

El éxito de una reunión no empieza cuando se sirve el primer plato. Empieza mucho antes, en ese momento en el que decides a quién llamar y a quién no. Y ahí está la clave. No se trata de invitar por compromiso ni de hacer listas interminables “para no quedar mal”. Se trata de pensar en las personas y, sobre todo, en las dinámicas entre ellas.
Forzar encuentros entre familiares que no se hablan, exparejas con cuentas pendientes o personas con conflictos abiertos suele acabar mal. No hace falta ser adivino. El ambiente se enrarece, las miradas hablan más que las palabras y, al final, la incomodidad salpica al anfitrión.
Mención aparte merecen los famosos “chats secretos” o las peticiones de no subir fotos a redes para ocultar una reunión. Mala idea. Muy mala. Antes o después, la persona excluida se entera y el daño se duplica. En cuanto a las exparejas, la norma es bastante clara: salvo que haya hijos de por medio, mejor no acudir a cenas del entorno del ex. No suma. Incomoda. Y mucho.
Vestirse bien también es una forma de respeto

En Navidad, la ropa no es un detalle menor. No se trata de ir disfrazado ni de seguir un protocolo rígido, sino de mostrar cierta intención. El famoso smart casual funciona precisamente por eso: comodidad con elegancia. Un buen abrigo, un cuello de tortuga, unos vaqueros de calidad… pequeños gestos que elevan el conjunto sin necesidad de exagerar.
Vestirse bien no va de ego. Va de respeto. El anfitrión ha pensado la decoración, la luz, la música, el menú. El invitado también forma parte del escenario, aunque no siempre lo tengamos en cuenta. Ir excesivamente informal rompe la armonía y transmite una sensación de desgana que se nota (aunque nadie lo diga).
El regalo perfecto… y el que nunca deberías llevar

Llegar con las manos vacías en estas fechas no es una opción. Ahora bien, no todo lo que se lleva es un acierto. Lo ideal son los regalos “para después”: una botella de vino bien presentada, una cesta con productos especiales, algo que el anfitrión pueda disfrutar cuando la casa vuelva a la calma.
¿Lo que conviene evitar? Los platos improvisados para consumir en ese momento, salvo que se hayan pedido expresamente. Por muy buena que sea la intención, alterar el menú o la logística de cocina puede generar más estrés que ilusión. Y no es el día para eso.
Llegar, quedarse… y saber irse
Existe eso que muchos llaman “puntualidad inteligente”: aparecer entre 30 y 60 minutos después de la hora indicada. Aun así, el anfitrión debe tener todo listo desde el principio, porque siempre hay alguien que llega puntual de verdad. Tan importante como entrar es saber salir.
Ser el primero en marcharse suele provocar el temido efecto dominó: uno se va, otro mira el reloj… y la cena se desinfla. Y marcharse sin despedirse —la famosa bomba de humo— es directamente una descortesía. Dar las gracias y decir adiós al anfitrión es obligatorio, aunque luego la salida sea discreta.









