La cafeína está tan integrada en nuestra vida que casi ni la cuestionamos. Un café nada más levantarnos. Otro a media mañana “porque si no, no arranco”. Quizá uno después de comer, aunque sepamos que luego dormiremos peor. Es automático. Cultural. Social. Y, seamos sinceros, reconfortante.
Pero aquí viene la parte incómoda: la cafeína no funciona como creemos. Y entenderlo cambia bastante la relación que tenemos con ella.
El bioquímico Xavier Ramírez de la Piscina lo explica sin rodeos: la cafeína no da energía. No la crea. No la aporta. Lo que hace es engañar al sistema nervioso durante un rato. Y ese matiz lo cambia todo.
No te da energía, te quita el freno

Biológicamente, la cafeína es un alcaloide. Una sustancia que las plantas fabrican para defenderse. Amarga. Molesta. Tóxica en pequeñas dosis. No está ahí para “activar” a nadie, sino para evitar que se las coman. Curioso, ¿no?
En nuestro cuerpo ocurre algo parecido. La cafeína no es combustible, como el azúcar o la grasa. No alimenta a las células. Lo que hace es bloquear la adenosina, la molécula que se va acumulando a lo largo del día y que le dice al cerebro: “estás cansado, toca parar”.
Al bloquear ese mensaje, el cansancio no desaparece… solo deja de notarse. Es como apagar la luz roja del coche en lugar de revisar el motor. Durante un rato funciona. Luego pasa factura.
Además, sube la noradrenalina y hace que la dopamina se sienta más intensa. Por eso hay foco, motivación, sensación de estar “más fino”. Pero el cuerpo sigue igual de fatigado. Solo que no lo escuchas.
Por qué a unos les sienta genial y a otros les destroza

Aquí suele aparecer la comparación típica: “yo aguanto mucho café”, “a mí no me afecta”. Y no, no es fuerza de voluntad ni costumbre. Es genética.
Hay personas que metabolizan la cafeína rápido y otras muy lento. Hay quienes, además, son más sensibles a la ansiedad, al insomnio o a los nervios. Y luego están los factores externos: el tabaco acelera su eliminación, los anticonceptivos y el embarazo la ralentizan.
Por eso hay gente que se toma un café a las siete de la tarde y duerme como un tronco… y gente que se toma uno después de comer y pasa la noche dando vueltas. No es que uno lo haga “mejor”. Es que su cuerpo responde distinto.
Café sí… pero sin autoengaños

Ramírez de la Piscina hace una distinción importante: no es lo mismo cafeína aislada que café. El café tiene polifenoles, antioxidantes, y puede encajar bien en una rutina saludable. El problema aparece cuando se convierte en muleta.
Las recomendaciones oficiales que hablan de hasta 400 mg diarios pueden ser “seguras” sobre el papel, pero mantenidas en el tiempo generan tolerancia. Cada vez necesitas más para notar lo mismo. Y cuando necesitas cafeína para funcionar con normalidad, algo ya no va bien.
En el deporte, la cafeína puede ayudar de forma puntual. Especialmente en resistencia. Pero depender de ella para entrenar es una señal clara de alarma. Y en deportes que exigen precisión, pasarse puede jugar en contra: temblores, pérdida de control fino, exceso de activación.
La adicción que nadie quiere llamar así
Este es el punto que más cuesta aceptar. Porque está normalizado. Dolor de cabeza si no tomas café. Mal humor. Irritabilidad. Dormir mal y despertarte cansado… y necesitar cafeína para “volver a ser tú”.
Eso no es rutina. Eso es dependencia.
Escuchar al cuerpo —de verdad, no con un café encima— es incómodo al principio. Pero suele ser el primer paso para volver a tener energía real. De la que no viene en taza.









