Hablar de la muerte sigue siendo incómodo, incluso en una sociedad saturada de información. Sin embargo, el antropólogo Josep Maria Fericgla propone una mirada distinta, alejada del dramatismo y del dogma. Para él, la muerte no es un punto final, sino una transformación profunda de la experiencia consciente, una frontera que invita a repensar qué significa estar vivos.
Desde su trabajo de investigación y su recorrido por tradiciones milenarias, Fericgla plantea que la muerte corporal no implica la desaparición de la vida. Su reflexión no busca consolar ni imponer creencias, sino ofrecer una lectura antropológica que conecta evolución, conciencia y sentido trascendente.
La vida como un proceso de conciencia en evolución
Fericgla parte de una idea central: toda forma de vida en la Tierra cumple una función energética. Incluso aquello que suele considerarse inerte, como los minerales, participa de un proceso vital extremadamente lento. Esa base sostiene al mundo vegetal, que ya incorpora crecimiento, reproducción y una conciencia primaria. Las plantas, explica, no solo viven, sino que perciben y reaccionan, algo que hoy confirma la ciencia con estudios sobre su capacidad de comunicación.
En ese mismo recorrido evolutivo aparece el reino animal, con un grado mayor de libertad. Los animales se mueven, sienten y expresan emociones. Desde la antropología de las emociones, Fericgla sostiene que especies como los perros o las vacas comparten reacciones emocionales equivalentes a las humanas, aunque sin elaboración simbólica. Cada escalón de la vida implica un aumento del nivel de conciencia.
El ser humano, en ese esquema, ocupa un lugar singular. No solo piensa, sino que puede pensar sobre lo que piensa. Esa capacidad de desarrollar conciencia de la propia conciencia marca, según el investigador, la finalidad trascendente de nuestra especie. La muerte, en este marco, deja de ser un accidente biológico para convertirse en una prueba del grado de conciencia alcanzado.
La muerte como frontera perceptiva y no como final

Para Fericgla, la muerte del cuerpo es, ante todo, un cambio radical de percepción. No se trata de una afirmación simplista ni de una fe ciega, sino de una conclusión elaborada a partir de tradiciones herméticas, prácticas de atención y experiencias culturales diversas. La mayoría de las personas vive con la conciencia ligada al cuerpo, dominada por el hambre, el deseo o el miedo. En esos casos, la muerte implica la disolución de la identidad.
Distinto es el escenario cuando una persona ha entrenado la atención y desarrollado esa conciencia que no depende exclusivamente del cuerpo. Fericgla compara este proceso con el entrenamiento físico: todos nacemos con un potencial, pero solo se realiza si se trabaja. La muerte, entonces, no borra la identidad, sino que marca una transición hacia otra forma de experiencia consciente.
En muchas culturas, esa conciencia no corporal ha sido llamada alma. En otras, se la describe como el testigo interior, la capacidad de observarse a uno mismo sin quedar atrapado en las reacciones automáticas. Fericgla subraya que la atención es energía y que allí donde se la dirige, se está poniendo vida. Prepararse para la muerte, desde esta perspectiva, no significa obsesionarse con el final, sino aprender a habitar el presente con mayor lucidez.









