La historia de Jim Carrey suele asociarse al éxito, la risa y la desmesura. Sin embargo, detrás del gesto elástico y la carcajada permanente, se esconde un recorrido marcado por el dolor, la exigencia interna y una identidad construida para sobrevivir emocionalmente.
Así lo explica Antonio Hernández, médico especializado en nutrición y divulgador en salud integral, quien utiliza el caso del actor como ejemplo para reflexionar sobre la relación entre dolor emocional, cuerpo, identidad y enfermedad en la vida contemporánea.
La risa como refugio frente al dolor

Jim Carrey ha contado en numerosas ocasiones que su talento nació en la infancia, en un contexto atravesado por el dolor. Su madre padecía enfermedades crónicas, dolores reumáticos y fibromialgia. Verla sufrir le resultaba insoportable. Como respuesta instintiva, comenzó a hacer gestos, muecas y bromas. Descubrió que, cuando ella reía, el dolor parecía disminuir.
Ese hallazgo marcó su vida. La risa se transformó en un recurso de supervivencia emocional y, más tarde, en una identidad social. “Si puedo aliviar el dolor de mi madre, puedo hacerlo con el mundo”, fue la idea que lo acompañó durante años. Según Hernández, ese proceso es común: todos, en algún momento, necesitamos sentirnos especiales para ocupar un lugar en el mundo y darle sentido a nuestra existencia.
En el caso de Carrey, esa identidad se consolidó en el humor. Lo llevó al extremo en escenarios como Las Vegas y luego en el cine, con películas icónicas que exigían un nivel de histrionismo intenso y constante. El problema apareció cuando ya no pudo separarse del personaje. El cuerpo empezó a pagar el precio.
Cuando el cuerpo pide descanso y el malestar se silencia
Tras cada rodaje y cada estreno, el actor caía en estados depresivos profundos. El contraste era desconcertante: quien generaba alegría masiva no podía levantarse de la cama. Durante años, recurrió a antidepresivos para silenciar el dolor interno y volver rápidamente al rol esperado. Funcionaba, pero solo de manera transitoria.
Con el tiempo, Carrey llegó a una conclusión clave que hoy recupera Hernández en su práctica clínica: la depresión no es solo enfermedad, sino también un intento fisiológico de despresurización. El cuerpo pide descanso cuando ya no soporta sostener una máscara. Negar ese dolor, taparlo o vivirlo con culpa prolonga el desgaste.
Hernández explica que el dolor emocional tiene impacto directo en la fisiología. Vivir en estado de alerta permanente eleva la adrenalina, altera la digestión, el sueño y el equilibrio hormonal. Incluso hábitos saludables pierden efecto cuando se realizan desde la exigencia y el castigo. El dolor no expresado encuentra otras vías para manifestarse.
Aceptar el cansancio, permitirse parar y nombrar el dolor sin vergüenza es, para el médico, una forma básica de cuidado. No se trata de romantizar el sufrimiento, sino de comprender que el organismo necesita pausas, igual que un deportista tras una temporada intensa. Sin culpa, sin prisa.
La historia de Jim Carrey interpela porque revela una verdad incómoda: muchas personas viven atrapadas en identidades que nacieron para aliviar el dolor de otros, pero olvidaron atender el propio. Reconocerlo no es una debilidad. Es, quizás, el primer paso hacia una salud más honesta y duradera.









