El agujero negro es uno de los conceptos más fascinantes de la ciencia moderna y también uno de los que más dudas genera. No solo por su nombre inquietante, sino porque desafía la intuición y obliga a replantear qué entendemos por espacio, tiempo y materia.
Desde la divulgación científica, Javier Santaolalla insiste en una idea clave: un agujero negro no es una cosa, sino un proceso extremo del universo. Para comprenderlo, es necesario mirar atrás, a la historia de la física, y recorrer el largo camino que llevó a tomar en serio lo que durante décadas fue solo una rareza matemática.
Cuando las ecuaciones se adelantaron al universo
Todo comienza en 1915, cuando Albert Einstein presenta la teoría de la relatividad general. En sus ecuaciones aparece, casi de forma accidental, la posibilidad de que la gravedad sea tan intensa que dé lugar a un agujero negro, aunque el propio Einstein rechazó esa idea durante años.
Poco después, el astrónomo alemán Karl Schwarzschild resolvió esas ecuaciones desde el frente de la Primera Guerra Mundial. Su solución mostraba que, si una estrella concentraba su masa por debajo de un cierto radio, nacía un agujero negro del que nada podría escapar, ni siquiera la luz.
Durante décadas, el concepto quedó relegado a un ejercicio matemático. Nadie imaginaba un mecanismo real capaz de crear un agujero negro en el universo observable, y la cosmología seguía siendo vista como una disciplina más teórica que experimental.
La situación empezó a cambiar con los trabajos de Subrahmanyan Chandrasekhar, que demostró que algunas estrellas no podían sostenerse eternamente. Sus ideas abrieron el camino para aceptar que el colapso gravitatorio podía conducir, de forma natural, a un agujero negro.
Más tarde, Robert Oppenheimer calculó cómo una estrella masiva podía implosionar sin freno. Aunque su investigación quedó eclipsada por la Segunda Guerra Mundial, sentó las bases para comprender el nacimiento real de este fenómeno.
Agujero negro: El colapso final y el enigma de la singularidad

A gran escala, el universo está gobernado por la gravedad. En una estrella, distintas fuerzas luchan contra ella, pero cuando todas fallan, el resultado puede ser un agujero negro como desenlace inevitable. Primero aparece la enana blanca, sostenida por presiones cuánticas. Si la masa es mayor, surge la estrella de neutrones, un objeto extremo donde la materia alcanza densidades inimaginables. Superado ese límite, nada puede detener el colapso hacia un agujero negro.
En ese proceso, toda la materia se concentra en un punto central llamado singularidad. El agujero negro que se forma no está lleno de materia, sino que es una región del espacio deformada hasta el límite. Lo que rodea a esa región es el horizonte de sucesos, la frontera invisible del agujero negro. Cruzarla implica perder toda posibilidad de regresar o de enviar información al exterior.
Por eso, estudiar un agujero negro desde dentro es, en principio, imposible. La física actual se detiene en ese umbral y deja paso a preguntas sin respuesta. Para Santaolalla, el gran reto está precisamente ahí. El agujero negro no solo pone a prueba la relatividad general, sino que exige una teoría que unifique gravedad y mecánica cuántica.









