Para una parte cada vez más amplia de la sociedad, la belleza dejó de ser un valor aspiracional para transformarse en una fuente de presión constante. Lo que durante décadas se asoció al disfrute y a la expresión personal hoy aparece ligado al malestar, la comparación permanente y la exclusión silenciosa.
Esa paradoja es el punto de partida de una investigación impulsada por Santiago Bilinkis, que pone números y contexto a una percepción extendida. La belleza, lejos de ser un tema superficial, se ha convertido en un factor que condiciona oportunidades, vínculos y autoestima.
Cuando la estética deja de ser elección y se vuelve exigencia
El trabajo se apoyó en una encuesta respondida por más de 4.600 personas y los resultados son contundentes. El 95% considera que la sociedad actual otorga demasiada importancia a la belleza, mientras que el 93% afirma que la presión por alcanzar estándares imposibles daña seriamente la autoestima. El impacto no es abstracto: una de cada dos personas se siente poco o nada atractiva, lo que revela un descontento profundo con la propia identidad.
La investigación muestra, además, una asimetría difícil de ignorar. La presión vinculada a la belleza recae de forma desproporcionada sobre las mujeres. Nueve de cada diez encuestados, sin distinción de género, coinciden en que ellas cargan con una exigencia estética muy superior a la de los varones. No hay razones biológicas que lo expliquen, pero sí una historia cultural marcada por el peso del patriarcado.
Bilinkis propone una comparación reveladora con el mundo animal, a partir de los estudios de Richard Dawkins. En la naturaleza, los rasgos más vistosos suelen recaer sobre los machos y casi siempre cumplen una función concreta: mejorar la supervivencia o facilitar la reproducción. En los humanos ocurre lo contrario. Muchas imposiciones de belleza no aportan beneficios prácticos y, en numerosos casos, dificultan la vida cotidiana.
Industria, discriminación y el negocio de la belleza y la insatisfacción

El repaso histórico deja ejemplos extremos, como la práctica del vendado de pies en la China imperial, que deformaba el cuerpo femenino para cumplir con un ideal estético. Sin embargo, el análisis invita a mirar el presente sin complacencia. Cirugías invasivas, inyecciones de toxinas, depilaciones dolorosas o procedimientos repetidos forman parte de un repertorio contemporáneo que persigue una belleza muchas veces inalcanzable.
Los datos brindados por Santiago vuelven a marcar una brecha: siete de cada diez mujeres realizan cuatro o más intervenciones estéticas de manera regular, frente a apenas un 4% de los varones. Detrás de esa diferencia se consolida un negocio multimillonario que se alimenta de la inseguridad. La lógica es simple y efectiva: hacer sentir que nunca alcanza, que siempre falta algo para lograr la belleza prometida.
La discriminación también aparece en ámbitos sensibles como el laboral. Cuando se evalúa a un varón, priman la capacidad intelectual y la personalidad. En cambio, al analizar a una mujer, la belleza pasa a ocupar el primer lugar, incluso por encima de sus competencias. No se trata de ingenuidad, sino de adaptación a un sistema que penaliza a quienes no se ajustan al molde.
A este escenario se suma el impacto de las redes sociales. La comparación ya no es con modelos inalcanzables, sino con influencers cercanos y versiones filtradas de uno mismo. La belleza digitalizada eleva la vara y profundiza el malestar, especialmente entre las más jóvenes.









