Un trastorno mental no aísla a la persona: el aislamiento llega cuando falta apoyo. La recuperación en los trastornos graves de salud mental no suele llegar de golpe ni siguiendo un manual. No es una línea recta. Se parece más a un camino lleno de curvas, avances pequeños y retrocesos inesperados. La historia de José Manuel Arévalo, que convivió durante años con un trastorno bipolar grave, lo demuestra con claridad. En su caso, hubo dos cosas que marcaron la diferencia: sentirse acompañado de verdad y encontrar un propósito que le devolviera sentido a los días.
Porque cuando todo se tambalea por dentro, no basta con estabilizar síntomas. Hace falta algo más. Algo que te sostenga cuando el suelo parece desaparecer.
Años de subidas y bajadas que desgastan

Los primeros síntomas aparecieron muy pronto, a finales de la adolescencia. Con apenas 18 o 19 años, mientras se formaba en el seminario, llegaron las primeras depresiones profundas, seguidas de etapas de euforia intensa. Subidas y bajadas constantes. Una montaña rusa emocional que se repitió durante años, también mientras estudiaba teología en Salamanca. En aquella etapa, el trabajo social le permitió mantenerse activo, agarrarse a algo. Fue una ayuda, pero no un salvavidas definitivo.
A finales de los años noventa llegó la caída más dura. Entre 1997 y 2002 atravesó uno de los periodos más oscuros de su vida: depresiones muy profundas, numerosos intentos de suicidio, varios ingresos en unidades de agudos y, finalmente, la concesión de una incapacidad permanente absoluta. Fueron años de mucho sufrimiento y también de experiencias difíciles dentro del sistema sanitario. Momentos en los que el trato fue más técnico que humano, y en los que quedó clara la fragilidad de un modelo que se centra casi exclusivamente en la medicación.
El momento en que algo empieza a cambiar

El giro no fue inmediato, ni espectacular. Fue más bien silencioso. Comenzó cuando decidió reconectar con algo que le daba sentido, retomando sus estudios de teología con los jesuitas en Granada. Y, casi al mismo tiempo, cuando descubrió el valor del apoyo mutuo. A través de un taller de la fundación pública Faisén, un pequeño grupo de personas con problemas de salud mental empezó a reunirse con una idea sencilla, pero poderosa: ayudarse entre iguales.
Ahí ocurrió algo importante. Dejó de sentirse solo. Entendió que su dolor no era único, que otras personas cargaban con mochilas parecidas. Compartir, escuchar y ser escuchado alivió el peso. De esa experiencia nació, en 2003, la asociación Zapame (Salud para la Mente), una iniciativa pionera en Granada creada y gestionada por las propias personas con problemas de salud mental.
Zapame no giraba alrededor de diagnósticos ni etiquetas. Giraba alrededor de personas. De intereses, inquietudes y ganas de hacer cosas. Talleres de lectura, senderismo, pintura, encuentros culturales. Durante 16 años, José Manuel Arévalo fue presidente de la asociación, ayudando a consolidar un espacio donde cada persona podía sentirse útil, capaz y parte de algo.
Acompañar, compartir y volver a creer

Con el tiempo surgió la necesidad de unir fuerzas más allá de lo local. Así nació la Federación Andaluza En Primera Persona, que agrupa asociaciones provinciales formadas por personas con experiencia propia en salud mental en casi todas las provincias andaluzas. Movimientos similares existen en otras comunidades y reflejan un cambio profundo: poner a la persona en el centro.
Desde esta mirada, el apoyo mutuo ofrece algo que muchas veces falta en el sistema sanitario: aceptación sin condiciones, esperanza real y trato humano. Mientras la atención médica se centra en estabilizar y ajustar tratamientos —algo necesario—, los grupos de apoyo preguntan algo más simple y más profundo: “¿Cómo estás?”. Y ayudan a descubrir que ayudar a otros también cura.









