Durante millones de años, los cereales no formaron parte de la alimentación humana. En los últimos años se ha instalado una sensación incómoda alrededor de la carne roja. Basta abrir un titular para encontrarse con advertencias alarmantes, mensajes tajantes y conclusiones que suenan definitivas. Y, sin embargo, cuando uno rasca un poco —solo un poco—, descubre que buena parte de ese miedo se apoya en estudios con más grietas de las que parece. No es que la ciencia mienta, es que a veces se la interpreta con demasiada prisa.
Varios expertos en nutrición y salud llevan tiempo señalando un error bastante común: confundir correlación con causalidad. Dicho en cristiano, que dos cosas ocurran a la vez no significa que una cause la otra. Y aquí es donde empiezan los malentendidos.
La correlación, en realidad, solo indica que dos fenómenos se mueven en paralelo. Nada más. El ejemplo clásico es casi de manual: en verano aumenta el consumo de helados… y también los ataques de tiburones. ¿Son los helados los culpables? Evidentemente no. Ambos suben porque hace calor. Lo mismo ocurre con otros casos muy citados, como la relación estadística entre el consumo de margarina y los divorcios en Maine. Llama la atención, sí. Pero no explica nada.
Cuestionarios poco fiables y definiciones que lo mezclan todo

Uno de los grandes problemas de los estudios que vinculan la carne roja con problemas de salud está en cómo se obtienen los datos. Muchos se basan en estudios observacionales y cuestionarios de recuerdo. Es decir, se le pregunta a la gente qué ha comido… en los últimos cinco o diez años. A veces me pregunto si yo misma sabría decir qué desayuné la semana pasada sin dudar. Imagina recordar una década entera.
A esta fragilidad se suma otra cuestión clave: qué se entiende por “carne roja”. En muchos estudios, bajo esa etiqueta entra casi todo. Desde un filete a la plancha hasta una pizza de pepperoni, una lasaña industrial, un perrito caliente con su pan o una hamburguesa de comida rápida. El problema no es menor: no se está analizando la carne en sí, sino un cóctel de harinas refinadas, aceites industriales, azúcares y aditivos. Así, cualquier conclusión sale ya torcida de origen.
Ni siquiera los metaanálisis se libran de esta crítica. Si se construyen a partir de estudios débiles, el resultado será, inevitablemente, débil. Aunque la palabra “metaanálisis” suene a ciencia incuestionable.
Formación médica: cuando el mapa se queda viejo

Otro factor que explica esta confusión es la desactualización en nutrición dentro del ámbito sanitario. Los planes de estudio universitarios tardan años en cambiar y, en muchos casos, siguen apoyándose en modelos antiguos, como la clásica pirámide nutricional promovida durante décadas por organismos oficiales.
Además, parte de la información que llega a los profesionales procede de materiales patrocinados, visitadores médicos o investigaciones con intereses económicos detrás. No es una conspiración, es una realidad incómoda. Por eso, cuestionar no es desconfiar: es ser responsable.
Mirar atrás para comer mejor

Fuente: Canva
Frente a este panorama, algunos expertos proponen algo tan simple como mirar atrás. Muy atrás. Adoptar un marco nutricional basado en la historia evolutiva del ser humano. La idea es sencilla y hasta lógica: si un alimento no existía hace 100 años —o, mejor aún, hace millones—, probablemente no sea esencial para nuestro cuerpo.
Este enfoque se organiza en una pirámide de tres niveles. En la base están los alimentos que acompañaron al ser humano durante la mayor parte de su historia: carne (incluidos órganos), huevos y, en algunos casos, lácteos. Son alimentos densos en nutrientes, alineados con nuestra fisiología.
En el segundo escalón aparecen los alimentos del Neolítico: frutas, verduras y algunas legumbres, siempre poco procesadas. Pueden estar presentes, sí, pero no necesariamente como la base de todo.
En la cima quedan los productos modernos: ultraprocesados, harinas refinadas y azúcares añadidos. Comestibles, sí. Alimentos esenciales, no.
Probar, observar y decidir
Quienes han apostado por priorizar proteínas y grasas de calidad y reducir cereales y azúcares suelen contar algo parecido: más energía, mayor claridad mental, menos hambre constante, más control sobre los impulsos. No magia. Biología.
Y aquí viene quizá lo más sensato de todo: nadie propone dogmas. Se trata de probar, observar y decidir. Escuchar al propio cuerpo, darle tiempo y no quedarse solo con lo que dice un titular. Porque, al final, entender cómo comemos también es una forma de aprender a cuidarnos mejor. Y eso, curiosamente, no suele caber en un titular corto.









