Que un banner del Ministerio de Igualdad aparezca insertado junto a vídeos de La casa de los gemelos 2 no es una anécdota ni un error puntual. Es el síntoma visible de una anomalía estructural en el sistema audiovisual español y europeo.
La publicidad programática permite que los anunciantes —incluidas las administraciones públicas— no controlen el destino final de sus mensajes: compran impactos por volumen, no por contexto. El resultado es una paradoja difícil de explicar al ciudadano: campañas institucionales conviviendo con contenidos que normalizan la violencia verbal, el insulto o la humillación como espectáculo. En los medios tradicionales, con todos sus problemas, este escenario sería impensable.
La televisión en abierto está sujeta a una regulación exhaustiva: límites publicitarios, protección de menores, códigos de autorregulación, supervisión de contenidos y responsabilidades editoriales claras. YouTube y otras plataformas extranjeras, en cambio, operan en un limbo cómodo.
Alegan no ser operadores audiovisuales, sino simples intermediarios tecnológicos. Sin embargo, venden publicidad como si lo fueran, monetizan audiencias masivas y compiten directamente con las cadenas sin asumir las mismas obligaciones.
Esa asimetría legislativa es hoy uno de los grandes elefantes en la habitación del sector. El fenómeno de ‘La casa de los gemelos 2’, capaz de superar los 500.000 espectadores en determinadas franjas de YouTube, va mucho más allá del éxito de un reality extremo.
Demuestra que existe una demanda clara de contenidos basados en la confrontación, el morbo y la imprevisibilidad, pero que ese consumo se ha desplazado fuera de la televisión lineal. No porque la audiencia haya cambiado radicalmente, sino porque el ecosistema digital ofrece aquello que la televisión ya no puede —o no se atreve— a emitir bajo su marco regulatorio.
El programa creado por Dani y Carlos Ramos funciona como un espejo deformado de la tradición televisiva del escándalo. Humor grotesco, conflicto permanente, personajes elegidos por su capacidad para generar tensión y una ausencia casi total de control editorial conforman una fórmula reconocible para cualquiera que haya vivido la era de ‘Crónicas Marcianas’, ‘Tómbola’ o ‘Hotel Glam’.

Este tipo de formatos conecta, además, con un clima social enrarecido. La agresividad verbal, el matonismo simbólico y determinados discursos excluyentes han ganado presencia en redes y en el debate público. La casa de los gemelos explota ese imaginario sin disimulo.
La mezcla de insultos xenófobos, homófobos o gordófobos, junto con episodios de violencia física, resulta difícil de encajar en el ecosistema mediático tradicional, pero es precisamente lo que alimenta su viralidad entre jóvenes y adultos.
La segunda edición ha reforzado esa lógica con la incorporación de figuras como Kiko Hernández, Víctor Sandoval o Coto Matamoros. No solo apelan a la nostalgia televisiva de los años dos mil; también simbolizan el puente entre dos mundos: el del espectáculo televisivo clásico y el de los realities digitales sin supervisión editorial.
Junto a ellos, influencers polémicos, exconcursantes, tiktokers como La Marrash —convertida en estrella del formato— o participantes emocionalmente frágiles refuerzan la sensación de descontrol absoluto. El precedente de la primera temporada fue revelador: apenas nueve horas después de empezar, el programa se suspendió por una pelea entre dos concursantes. Lejos de corregir el rumbo, los creadores integraron el incidente en la identidad del formato.
Ese giro consciente hacia el caos revela hasta qué punto el conflicto se ha convertido en un activo narrativo en el ecosistema digital. Lo que en la televisión tradicional sería un motivo de sanción, rectificación o retirada de anunciantes, en YouTube se transforma en un elemento más de engagement.
La lógica algorítmica premia la polémica, la exageración y el exceso, reforzando un modelo en el que no existen incentivos reales para moderar contenidos. Mientras tanto, las instituciones públicas siguen participando indirectamente en ese circuito a través de la publicidad programática, sin capacidad efectiva de control. El problema ya no es solo cultural o mediático, sino político y regulatorio.







