lunes, 15 diciembre 2025

Dra. Andrea Delgado García, cirujana: «El objetivo de la insulina es utilizar la glucosa que adquirimos de los alimentos en forma de energía»

- Cuando la insulina deja de hacer su trabajo, el cuerpo compensa en silencio… hasta que pasa factura.

Cuando la glucosa no entra donde debe, el cuerpo empieza a ir a medio gas.

Hay algo desconcertante en todo esto de la insulina. Puede estar fallando… y tú sentirte “más o menos bien”.
Sigues con tu rutina, haces tus cosas, te cansas —como todo el mundo— y no sospechas nada. Pero por dentro, algo no va del todo fino.

La doctora Andrea Delgado García lo cuenta casi como si te lo explicara en la consulta, sin tecnicismos: la insulina es la que evita que el azúcar se quede rondando por la sangre sin saber qué hacer. Es la que abre la puerta correcta para que esa energía entre de verdad al cuerpo. A los músculos cuando te mueves, al cerebro cuando piensas, a los órganos cuando trabajan. Si esa puerta no se abre bien, da igual que tengas azúcar de sobra: el cuerpo se queda sin gasolina donde la necesita.

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Mientras eso funciona, ni te enteras de que existe.

El problema llega cuando la puerta deja de abrirse.

No es que falte insulina… es que el cuerpo pasa de ella

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La insulina es la llave que permite que la energía entre donde hace falta. Fuente:Canva

En la resistencia a la insulina no hay una carencia. La insulina está ahí, haciendo horas extra.
Pero los órganos no responden. No la escuchan. Como cuando alguien te habla y tú estás mirando el móvil: está hablando, sí, pero no hay respuesta.

Entonces el cuerpo entra en modo “plan B”. El páncreas produce más insulina, pensando que así lo arregla. Y durante un tiempo lo consigue. El cuerpo aguanta. Compensa. Tira.

El problema es que ese esfuerzo continuo pasa factura.

Aquí la doctora Andrea Delgado lo dice sin rodeos: poner más insulina no soluciona nada. No es un problema de cantidad, sino de uso. Es como echar más gasolina a un coche con el motor averiado.

El silencio no siempre es buena señal

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Cuando el cuerpo deja de responder, el problema no siempre avisa. Fuente:Canva

Lo más traicionero de la resistencia a la insulina es que muchas veces no da síntomas claros.
No hay dolor. No hay aviso. No hay alarma roja.

A veces aparecen pequeñas pistas: subir de peso con facilidad aunque comas “normal”, ese cansancio brutal después de comer, las ganas de sentarte y no moverte (el famoso mal del puerco), o manchas oscuras en el cuello o las axilas. Pero otras veces, nada. Absolutamente nada.

Y mientras tanto, el cuerpo va acumulando problemas sin hacer ruido: prediabetes, diabetes tipo 2, colesterol alto, tensión elevada, riesgo cardiovascular. Todo va encajando como fichas de dominó.

Cuando por fin entiendes qué pasa, algo se recoloca

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No es falta de fuerza de voluntad, es un desajuste metabólico. Fuente:Canva

Ponerle nombre a lo que ocurre suele ser un alivio. No es pereza. No es edad. No es que “tengas mala genética”.
Es un mecanismo biológico que se puede medir y, lo más importante, se puede revertir.

Hay análisis que ayudan a detectarlo, algunos más básicos, otros más completos. Pero más allá del tipo de prueba, lo importante es mirar el cuadro entero. No solo un número aislado.

Porque cuando entiendes el porqué, dejas de pelearte con tu cuerpo. Empiezas a trabajar con él.

Menos castigo y más sentido común

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La buena noticia es que, en muchos casos, no hacen falta soluciones drásticas.
En personas jóvenes o con poco sobrepeso, cambiar hábitos puede ser suficiente. Moverse más. Comer mejor. Dormir de verdad.

Y aquí la doctora Andrea Delgado es muy práctica. Nada de dietas imposibles. Nada de obsesiones. Empieza a comer por la proteína y las verduras.
Carne, pescado, huevo, pollo. Eso primero. El cuerpo lo agradece. Hay más saciedad, menos subidas y bajadas, más energía estable.


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