El psicólogo y profesor universitario Dr. Iñaki Piñuel lleva años estudiando un fenómeno inquietante: cómo gente corriente, sin rasgos patológicos aparentes, puede acabar participando en dinámicas de acoso, exclusión y violencia moral. No habla de monstruos ni de casos extremos. Habla de procesos silenciosos, graduales, que se activan en contextos muy reconocibles: una clase, un grupo, una empresa, una comunidad.
Según Piñuel, nadie se convierte en verdugo de un día para otro. El camino es más sutil. Y precisamente por eso, más peligroso.
Mirar hacia otro lado: el primer paso del daño

Todo suele empezar con la indiferencia moral. En el acoso escolar, por ejemplo, muchos niños y adolescentes saben que lo que le está pasando a un compañero es injusto. Lo ven. Lo intuyen. Pero el miedo al agresor pesa más. Al principio, se mantienen al margen. Callan. Observan desde la distancia.
Con el tiempo, ese silencio deja de ser neutral. La presión del grupo arrastra. Aparece la risa, la burla, la imitación. La violencia se normaliza. Y la víctima empieza a transformarse, no en la realidad, sino en la mirada del grupo. Deja de ser “alguien a quien hacen daño” para convertirse en “alguien que algo habrá hecho”. Nace el chivo expiatorio.
Justificar lo injustificable para poder seguir adelante

Aquí entra en juego la disonancia cognitiva. Piñuel explica que, cuando una persona participa en algo que sabe que está mal, necesita una coartada mental para seguir adelante sin sentirse culpable. Y esa coartada suele construirse culpando a la víctima.
Poco a poco, quien antes dudaba empieza a participar. Quien observaba, actúa. La conciencia moral se va anestesiando, casi sin notarlo. Se buscan razones, defectos, excusas. Todo sirve para sostener la idea de que la víctima merece lo que le ocurre. Este proceso, advierte Piñuel, puede volverse progresivo e incluso irreversible, dando lugar a una auténtica psicopatización.
Obedecer sin pensar: cuando la autoridad apaga la conciencia

Otro de los grandes caminos hacia la anestesia moral es la obediencia ciega. Obedecer forma parte de la vida social, pero el problema aparece cuando esa obediencia se vuelve automática, irreflexiva. Cuando dejamos de preguntarnos si una orden es justa.
Piñuel recuerda los experimentos de Stanley Milgram, que mostraron algo perturbador: la inmensa mayoría de las personas obedece órdenes injustas si vienen de una autoridad. Solo una minoría —menos del 10%— se niega a dañar a otro cuando alguien con poder se lo ordena.
En estos casos, las personas entran en lo que se llama estado agéntico. Se sienten instrumentos, ejecutores, meros transmisores. “Yo solo cumplía órdenes”. Y así, la responsabilidad moral se desplaza hacia arriba, mientras la conciencia se apaga por abajo.
Cuando el fin lo justifica todo

El último escalón de este proceso es lo que Piñuel denomina moral teleológica. Es la idea de que si el objetivo es bueno, cualquier medio vale, por cruel o injusto que sea. Aquí ya no importa el daño causado, porque se cree estar sirviendo a un fin superior, aunque en realidad ese fin suele ser profundamente egoísta.
Según el experto, esta forma de pensar es característica de la psicopatía. Y no aparece de golpe. Se construye paso a paso, justificando, obedeciendo, mirando hacia otro lado.
Comprender estos mecanismos no es un ejercicio teórico. Es una forma de prevención. Porque solo una conciencia moral despierta, crítica y empática puede frenar el contagio del daño colectivo. Y eso empieza, muchas veces, con una decisión sencilla pero valiente: no callar, no obedecer ciegamente y no aceptar que “algo habrá hecho”.









