Durante años, Daniel Rojas —conocido en redes como Constructipp— creyó que su vida profesional estaba definida. Tenía un empleo estable en una empresa de instalaciones de gran tamaño, un jefe con el que mantenía una relación cercana y un entorno laboral que conocía de memoria. Estaba cómodo, bien pagado y sin mayores sobresaltos. Sin embargo, en apenas un año y medio todo cambió: se convirtió en padre, su presencia en redes sociales explotó y decidió dar un salto que muchos temen dar. Se hizo autónomo.
El proceso, recuerda hoy, fue una mezcla exacta de vértigo y determinación. “Me daba miedo, como a todo el mundo cuando empieza. Pensaba: tengo un niño pequeño, ¿y si no entra faena? ¿qué hago?”, admite. Pero había una realidad inevitable: sus videos sobre electricidad, climatización y fontanería habían comenzado a circular masivamente. Las marcas lo buscaban, los jóvenes lo tomaban como referencia y el sector de los oficios atravesaba una inesperada ola de visibilidad. Para facturar ese trabajo de autónomo tuvo que dar el paso. Y el paso terminó transformando su vida.
Un oficio que se multiplica: de instalador a creador
Rojas pertenece a una generación de profesionales que combina la obra con el contenido digital. Graba, edita, responde comentarios y atiende consultas técnicas que llegan desde todos los puntos del país. “A veces tardo más en contestar mensajes que en hacer un vídeo”, confiesa. Su lógica es simple: si alguien se toma el tiempo de pedir ayuda, él siente la obligación de responder.
El impacto es evidente. Muchos chicos —entre 18 y veintipocos— le escriben para decirle que comenzaron una formación en instalaciones porque lo vieron trabajar. O para preguntarle cuánto se gana cuando uno empieza. “Al final, si te vas a una fábrica o a un supermercado vas a ganar parecido. La diferencia es que a mí me gusta mi trabajo. Y eso para mí pesa mucho más”, explica.
De empleado feliz a autónomo con agenda llena

A diferencia de otros casos, Rojas no se marchó de su empresa por inconformidad. Todo lo contrario. “Estaba contentísimo. Tenía mis caprichos, vivía bien… no necesitaba cambiar”, recuerda. Pero su jefe —con el que se crió— fue sincero: cuando llegara el momento, debía volar.
La decisión llegó acompañada de una compra que se volvió anécdota amarga: una furgoneta usada de 4.500 euros que estuvo tres semanas parada y, al segundo día de trabajo como autónomo, comenzó a perder aceite. Entre arreglos y averías, terminó invirtiendo cerca de 2.000 euros adicionales. “Me ha salido casi como una furgoneta nueva”, bromea.
Pese a todo, el ritmo se disparó. Sin buscarlo, empezó a trabajar para familias conocidas, vecinos, contactos cercanos y pequeñas derivaciones que le hacían otros profesionales. Las redes le generaban volumen, pero la faena real seguía viniendo del boca a boca. Hoy reconoce que está “desbordado”. Y que incluso rechaza trabajos no por falta de tiempo, sino porque simplemente no le apetecen.
“Esa es la libertad”, resume el autónomo. “Es como sacarte el carnet de coche. Antes necesitaba pedir permisos para ir a la feria de instalaciones, ahora decido yo. Si un miércoles estoy agotado, termino a la una. Y si otro día tengo que quedarme hasta las diez de la noche, pues me quedo”.
El salto al trabajo como autónomo trajo consigo una carga administrativa que no todos ven. Facturas, presupuestos, gestiones, cobros. Rojas lo admite sin rodeos: “Yo no sé hacer una factura. No tengo ni idea”. Quien sostiene esa parte es su mujer, a la que describe como “el pilar de la familia”.









