Los suplementos pueden parecer inofensivos, pero su impacto real a veces sorprende.
En los últimos años, los complementos alimenticios se han colado en la rutina de muchísima gente. Tanto, que en las consultas médicas ya no basta con preguntar qué pastillas toma el paciente: ahora hay que indagar también en esos botes que se guardan en la cocina o en el bolso. Y es que muchos profesionales reconocen que, cada vez más, se encuentran con personas que están tomando productos que no saben bien para qué sirven o qué impacto pueden tener en su salud. Esa sensación de “algo no encaja” es la que está encendiendo las alarmas.
El éxito comercial de estos productos explica parte de la preocupación. A nivel europeo, la facturación supera los 33.000 millones de euros al año, una cifra enorme que da vértigo compararla con el gasto anual de España en defensa. Y en nuestro país, el negocio mueve alrededor de 2.000 millones, lo que demuestra que los suplementos se han convertido, nos guste o no, en parte del paisaje cotidiano.
Una industria que crece sin freno

La industria vive un momento dulce, casi efervescente. Durante cinco años seguidos ha crecido alrededor de un 5% anual, y quienes analizan las tendencias aseguran que seguirá así durante bastante tiempo. Además, da empleo directo a 9.000 personas en España, un número que sorprende cuando pensamos que, hace no tanto, este tipo de productos eran casi marginales.
Los representantes del sector defienden que no estamos ante una moda pasajera. Según explican, España llegó tarde a esta tendencia en comparación con Estados Unidos o el norte de Europa, donde el consumo de suplementos forma parte del día a día desde hace décadas. Aquí, simplemente, la gente sabía menos sobre ellos… hasta ahora.
Los nuevos consumidores: quiénes son y qué buscan

La preocupación por la salud, el bienestar y el deseo de envejecer con calidad —ese “no quiero llegar mal a los 70”— está impulsando el consumo. Una encuesta de 2024 señalaba que el 87% de la población tomó algún suplemento el último año, una cifra que hace pensar en cuántos botes tenemos en casa que ni recordamos haber comprado.
En consulta, sin embargo, los perfiles se repiten:
• Hombres jóvenes o de mediana edad, a menudo muy centrados en el gimnasio, que buscan más músculo o mejor rendimiento.
• Mujeres a partir de los 40 o 50, atraídas por productos que prometen rejuvenecimiento, bienestar o ese “antiaging” tan de moda.
También influye el nivel socioeconómico: cuanto mayor es el poder adquisitivo, más fácil resulta caer en el marketing del “esto te hará sentir mejor”. Y luego están las redes sociales, donde influencers narran sus rutinas de suplementación como si se tratara de una receta mágica. Tras la pandemia, este efecto se disparó.
Riesgos que se silencian y una regulación que no acompaña

El problema es que, aunque mucha gente piensa que los suplementos son inofensivos porque son “naturales”, los médicos lo ven de otra manera. Consumirlos sin control puede afectar al hígado, al riñón o al sistema hormonal, además de alterar analíticas rutinarias o interferir en el control de la glucosa.
Hay casos especialmente delicados. Las isoflavonas de soja, por ejemplo, contienen compuestos similares a los estrógenos. Y aunque suenen a algo “suave”, pueden estar contraindicadas en personas con tumores hormonodependientes. “Pueden estimular la expresión de ciertos cánceres”, advierten los especialistas. No es un detalle menor.
A esto se suma una regulación insuficiente. Los complementos se consideran alimentos, no medicamentos. Eso permite que se vendan en supermercados, por internet y, por supuesto, en farmacias. Aunque sus ingredientes deben estar permitidos por la UE o la AESAN, el nivel de vigilancia está lejos del que se exige a un fármaco. La publicidad se controla solo parcialmente: se permite decir que la vitamina C “ayuda al sistema inmunitario”, pero poco más.









