El 21 de noviembre de 2018, a las 18:47, la vida de Albert cambió para siempre. Ese fue el minuto exacto en el que, al volver a su casa del trabajo en moto, un coche se saltó un stop y lo arrolló. Lo que al principio parecía un simple golpe —el diagnóstico repetido en urgencias fue “policontusionado”— terminó siendo una lesión medular grave, una intervención quirúrgica de urgencia y un proceso doloroso que lo empujó a un infierno oculto: la adicción al fentanilo.
Hoy, Albert habla en pasado. Pero durante años, su existencia fue un ciclo entre el dolor físico insoportable y la dependencia a un opiáceo 50 veces más potente que la heroína. “El fentanilo me convirtió en una persona muy apática, estaba como muerto en vida”, resume.
Fentanilo: Un accidente, tres hospitales y una advertencia tardía

Tras el impacto, Albert entró en urgencias con síntomas que iban empeorando: mareos, vértigos, hormigueo y un dolor insoportable en el cuello. Durante días, escuchó la misma frase: “Policontusiones”. Una radiografía no mostró el verdadero problema y, entre idas y vueltas, el dolor fue creciendo hasta convertirse en un grito desde dentro del cuerpo. “Yo decía: me duele el alma. No sabía cómo explicarlo”, recuerda.
Finalmente, tras insistir una y otra vez, un TAC reveló la realidad: una hernia estaba presionando peligrosamente la médula espinal. El cuadro era de riesgo vital. Si no lo operaban de inmediato, podía quedar tetrapléjico. Horas después, en una UCI y con el cirujano a su lado, Albert sintió cómo la pierna izquierda ya no respondía. “Fue el primer momento en el que tuve miedo de verdad”, confiesa. Ese miedo lo acompañó hasta el quirófano.
La operación fue exitosa. Albert aprendió a caminar de nuevo con rehabilitación intensiva. Volvió a moverse con una muleta y a pensar en recuperar su vida. Pero el verdadero problema apenas estaba comenzando. El fentanilo había llegado a su vida.
El enemigo invisible: el dolor neuropático
Meses después, cuando parecía que todo mejoraba, un dolor nuevo apareció como una sombra persistente en sus piernas: “Un dolor neuropático crónico severo, 10 sobre 10”, explica. No era como nada que hubiera sentido antes: punzadas, corrientes, fuego bajo la piel. Un dolor que no se ve y que no cesa.
Para controlarlo, los médicos empezaron con tramadol, un opiáceo de baja intensidad. No funcionó. “Me desplomaba del dolor. Me pegaba yo mismo en las piernas desesperado. No podía ni dormir.” La solución llegó en una receta con un nombre frío, técnico, anodino: Actiq 400. Era fentanilo.
Albert pasó del patinete al avión: “El primer día que te lo tomas, te anestesia todo el cuerpo. En 15 minutos desaparece el dolor. Pero luego necesitas más”. Combinaron el fentanilo con parches de liberación prolongada para el dolor basal y con piruletas para los picos repentinos. La palabra “piruletas” —con sabor a fresa— hace que todo parezca infantil, inofensivo, casi absurdo. Pero esos caramelos contienen una de las sustancias más adictivas del planeta.
Lo más duro no fue solo el efecto del fentanilo en el cuerpo, sino el silencio alrededor de su peligro. Nadie le advirtió nada. Ni un folleto, ni una consulta de seguimiento. “En dos años que tomé fentanilo tuve cero controles médicos. Cero”, asegura Albert.









