La tecnología nos da comodidad, pero también nos está quitando más de lo que creemos. La forma en que vivimos hoy poco se parece a la de hace solo unas décadas. Y esa transformación —rápida, casi vertiginosa— ha creado una distancia enorme entre nosotros y la naturaleza que nos vio crecer como especie. Es como si hubiéramos cambiado los campos abiertos por paredes grises, el sol por luces artificiales y el movimiento por sillas que nos retienen durante horas. Los especialistas en salud y movimiento llevan tiempo avisando: este giro hacia la vida urbana y tecnológica no sale gratis. Nuestro cuerpo y nuestra mente están pagando la factura.
El abandono de la vida natural: un precio más alto de lo que creemos

Durante generaciones, vivir al aire libre era lo normal. Se respiraba sol, se pisaba tierra, se caminaba sin pensarlo. Se cultivaba lo que se comía y el horizonte no estaba marcado por edificios, sino por montañas, mares o campos. Hoy, la mayoría habitamos ciudades donde la sombra y el cemento son la norma, y donde moverse requiere planificarlo casi como si fuera un evento.
Y aunque repetimos que “la tecnología nos hace la vida más fácil”, lo cierto es que también nos está restando potencia. Nos vuelve dependientes, más frágiles y, según alertan los expertos, contribuye a enfermedades que hace apenas un siglo eran raras o inexistentes.
Hace 100 años, el 90% de las patologías actuales no existían. El cuerpo humano, diseñado para moverse como un buscador incansable de alimento y seguridad, no sabe qué hacer cuando lo relegamos al sofá. Ese motor interno —nuestro instinto de supervivencia— se apaga, y cuando ocurre, todo empieza a desregularse. El sistema inmunitario y el sistema nervioso, creados para defendernos del exterior, terminan atacando lo único que les queda: nosotros mismos. De ahí nacen las enfermedades autoinmunes, que hoy representan la mayoría de los problemas de salud modernos.
La comodidad: un enemigo silencioso

Si la tecnología tuviera un lema, sería “haz menos, siéntete más cómodo”. Pero esa comodidad crónica debilita. Nos resta fuerza física, claridad mental y resiliencia emocional. Los expertos insisten en que debemos aprender a poner un límite. Al fin y al cabo, la humanidad creció enfrentándose al frío, al hambre, al esfuerzo… a la incomodidad. En esos momentos se desarrollaron nuestras capacidades más potentes.
Sin embargo, el mundo moderno nos empuja en la dirección contraria: oficinas, sillas, pantallas, desplazamientos mínimos. Un ambiente que deja al cuerpo, literalmente, en “modo ahorro”, como si estuviéramos hibernando sin darnos cuenta.
Un modelo de entrenamiento que se ha quedado corto

El gimnasio, convertido en la alternativa moderna al movimiento natural, ya no tiene mucho que ver con sus orígenes griegos, cuando era un espacio al aire libre donde se estudiaba, se debatía y se entrenaba bajo el sol. Hoy, es un lugar lleno de máquinas que nos mueven en trayectorias rígidas y repetitivas. Útiles, sí, pero insuficientes para un cuerpo diseñado para saltar, trepar, empujar, arrastrarse o correr.
Los especialistas proponen recuperar el movimiento libre: parques de calistenia, largas caminatas, bicicleta, juego al aire libre… actividades que imitan lo que el cuerpo entiende como natural.
Recuperar el movimiento: una receta válida para todas las edades
Para revertir esta desconexión, los expertos recomiendan tres líneas maestras:
- Deporte temprano y variado. Que los niños prueben varios deportes, para que su cuerpo aprenda múltiples patrones de movimiento.
- Juego libre. Sin reglas, sin instrucciones, sin árbitros. El parque como laboratorio de creatividad. Y sí, los adultos también necesitamos ese componente lúdico; uno se compromete más cuando se lo pasa bien.
- Aburrimiento creativo. La tecnología nos ha robado la capacidad de aburrirnos, y sin ese vacío mental es difícil crear, imaginar o incluso pensar con claridad. No es casualidad que ansiedad y depresión estén disparadas.









