sábado, 22 noviembre 2025

Alejandro Amenabar (53), cineasta: “De niño era un cagado me daba miedo todo, a mí el cine me ha ayudado a vencer mis miedos”

La vida de Alejandro Amenábar, marcada por desplazamientos, silencios y descubrimientos íntimos, encontró en el cine su refugio y su herramienta. Allí convirtió miedos infantiles en impulso creativo, hallando en cada historia una forma de entenderse y reinventarse.

La historia de Alejandro Amenábar, cineasta, comienza antes de que pudiera nombrarla: un viaje de regreso, un país que se deja atrás y otro que vuelve a abrirse como un punto de partida inevitable. Su biografía, marcada por decisiones adultas y climas políticos tensos, lo llevó a crecer entre preguntas silenciosas sobre identidad, pertenencia y destino.

Con los años, esas preguntas encontraron eco en el cine, territorio donde imaginación, memoria y miedo se mezclaron para darle una voz propia. Amenábar transformó el desarraigo, la curiosidad y las incertidumbres de la infancia en materia narrativa. Su vida, atravesada por mudanzas, descubrimientos íntimos y primeras historias, terminaría delineando la mirada sensible y obsesiva que hoy define su cine.

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Volver al punto de partida

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Aunque su nombre completo —Alejandro Fernando Amenábar Cantos— suene solemne, su historia comienza con un vaivén de geografías. Nació en Chile, pero volvió a España siendo apenas un bebé. “Por avatares del destino”, resume. Su madre, española, temía que el clima político bajo Allende repitiera la tragedia que ella había vivido de niña durante la Guerra Civil. Junto a su esposo chileno, tomó la decisión de regresar.

Curiosamente, la vida lo llevó, años después, a estudiar en un piso ubicado en la misma calle donde su madre se había criado en Madrid. “Volví literalmente al punto de partida”, recuerda. Y con esa vuelta, también aparecieron las preguntas: ¿quién sería yo si me hubiera quedado en Chile? Para Amenábar, hasta el acento configura el alma. “Sería otra persona”, admite.

Cuando habla de cine, se ilumina. La certeza vocacional lo acompaña desde la infancia: dibujaba, inventaba relatos, reproducía películas en su cabeza y en los patios de los colegios religiosos donde estudió. “Mi vocación es contar historias. Siempre lo fue. El cine era la síntesis perfecta”, confiesa.

Pero su vida no estuvo exenta de quiebres. El mayor, dice, fue pasar del internado de los escolapios —un mundo rígido, ordenado, masculino y previsible— a un instituto público lleno de estímulos nuevos: libertad, diversidad, chicas, y el descubrimiento íntimo de su propia condición sexual. “Ese fue un choque brutal”, admite. Quizás por eso, si algún día contara su propia vida, asegura que apenas daría “para una comedia ligera”.

El miedo como combustible para hacer cine

El miedo como combustible para hacer cine
Fuente: agencias

Aunque hoy dirige historias complejas y desarma mecanismos narrativos con elegancia quirúrgica, hubo un tiempo en el que temblaba con facilidad. Su primera película en el cine fue Blancanieves… y salió aterrado. Después vendrían otras experiencias: un western del que lo echaron por hablar demasiado y, más tarde, su fascinación prohibida por el terror.

En casa de unos vecinos estadounidenses, descubrió el VHS y con él El exorcista, Alien y un catálogo de películas que sus padres jamás habrían aprobado. Lo veía todo a medias. A veces tapándose los ojos, otras huyendo al jardín hasta que el monstruo pasara.

“Ver cine de terror me ayudó a vencer mis miedos”, cuenta. Cuando entendió cómo se fabrica el miedo, dejó de temerle. Y cuando él mismo aprendió a provocarlo en los demás, el círculo se cerró: “El cine me ha ayudado a vencer mis miedos”.


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