En pleno corazón de Vallecas, entre el ruido de coches y el bullicio de la avenida de la Albufera, comenzó una historia que pocos imaginarían que terminaría frente al mar, en lo más alto de un acantilado. Mario Sanz, un madrileño de espíritu tranquilo y mirada serena, pasó de servir copas en un bar a convertirse en el último farero del Cabo de Gata. Una vida que, con el tiempo, se transformó en una oda a la paciencia, la soledad elegida y la luz que guía incluso en la oscuridad.
Lejos del bullicio urbano, Sanz encontró en los faros su verdadero norte. Su destino lo llevó a Mesa Roldán, en Carboneras, donde trabajó y vivió durante más de tres décadas. Allí, su oficio de farero se convirtió también en una forma de vida: un espacio donde la rutina se mezclaba con la contemplación, y donde el sonido del mar marcaba el pulso de los días.
De Vallecas al horizonte: el nacimiento de una vocación inesperada
Mario Sanz nunca imaginó que un anuncio en el periódico cambiaría el rumbo de su historia. Mientras atendía su bar en Vallecas, leyó que existía una academia que preparaba oposiciones para farero. Fue entonces cuando, casi por casualidad, decidió presentarse. No tenía experiencia en electrónica ni en navegación, pero su deseo de vivir cerca del mar pudo más que cualquier obstáculo.
“Me miraban como si estuviera loco”, recordaría años más tarde. Sin embargo, contra todo pronóstico, aprobó. Así dejó atrás su vida entre copas y clientes para comenzar una nueva etapa como farero en Mesa Roldán, dentro del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar. Desde aquel día, el mar se convirtió en su compañero más fiel.
Su esposa, que soñaba con el mar, no tardó en adaptarse a aquella vida lejos de la ciudad. Juntos construyeron una rutina entre el trabajo y los silencios del viento, donde cada amanecer ofrecía un espectáculo distinto. Allí, Sanz comprendió que ser farero no era solo encender una luz, sino custodiar un legado.
Ser farero: El guardián de la luz y la memoria

Durante 33 años, Mario Sanz fue mucho más que un farero: fue testigo del paso del tiempo, de la transformación tecnológica y de la lenta desaparición de un oficio centenario. Cuando ingresó al cuerpo, ya se había declarado “a extinguir”. Aun así, nunca perdió la ilusión por mantener viva una profesión que, según él, “irradiaba romanticismo, pero también servicio y responsabilidad”.
El farero de Mesa Roldán no solo cuidó del funcionamiento del faro, sino también de su historia. Creó un pequeño museo con objetos, fotografías y documentos de antiguos colegas, con el propósito de que la memoria de los fareros no se apague junto con las viejas lámparas de petróleo. “Los faros seguirán existiendo mientras haya mar”, suele decir con convicción, convencido de que ninguna tecnología podrá reemplazar la seguridad que da una luz en medio de la oscuridad.
El faro donde vivió se alza a 210 metros sobre el nivel del mar y ofrece una de las vistas más sobrecogedoras del Mediterráneo. Desde allí, Sanz contempló temporales, cielos estrellados y puestas de sol imposibles. Con el paso de los años, aprendió que la soledad no es enemiga, sino una maestra silenciosa que enseña a escuchar el mundo.









