En la fase REM, el cerebro no descansa: sueña, crea y da forma a las ideas que mañana te moverán.
Cada vez dormimos menos.
Y lo más curioso —o lo más triste— es que lo hacemos con cierto orgullo.
Como si descansar fuera perder el tiempo.
Como si valiera más quien responde correos a medianoche que quien apaga el móvil, se pone el pijama y se mete en la cama sin culpa.
Vivimos en una cultura que celebra al insomne productivo.
Pero el cuerpo no.
El cuerpo no aplaude. El cuerpo pasa factura.
Porque no entiende de excusas, ni de plazos, ni de horarios interminables.
Entiende de ciclos, de ritmos, de oscuridad y de silencio.
Y cuando no lo dejamos descansar, lo paga.
Dormir no es un lujo.
Tampoco una debilidad.
Es tan necesario como respirar.
Sin sueño, la mente se vuelve turbia, las emociones se deshilachan y el cuerpo empieza a fallar, despacio pero sin pausa.
Lo que dice el cerebro

Dormir no es apagar el cuerpo. Es pasarlo al segundo turno.
“Dormir es como cuando un restaurante cierra. Se van los clientes, bajan las luces… y entra el equipo de limpieza.”
En la fase de sueño profundo, el cerebro se encoge un poco.
Sí, literalmente.
Se contrae apenas para que la glinfa —un líquido que actúa como una marea interna— lo recorra y se lleve todo lo que sobra: residuos tóxicos, proteínas dañinas, restos del día.
Entre ellas, las temidas beta-amiloide y tau, vinculadas al Alzheimer y al Parkinson.
Y después llega la fase REM, cuando soñamos.
Ahí el cerebro se enciende de nuevo.
Pero no para seguir despierto, sino para ordenar recuerdos, consolidar aprendizajes, unir puntos.
Curiosamente, guarda primero los recuerdos negativos.
Lo que pasa cuando duermes mal (aunque creas que no pasa nada)

Una sola hora menos de sueño ya aumenta un 7% el riesgo de infarto al día siguiente.
Pero el daño no se nota solo en la sangre. Se nota en todo:
Pierdes reflejos.
Pierdes paciencia.
Pierdes empatía.
Piensas peor. Te enfadas más rápido. Te cuesta poner límites.
Tu sistema inmunitario se desploma.
Las células que destruyen virus y células cancerígenas pueden reducirse hasta un 70%.
Por eso la OMS no exagera cuando dice que trabajar de noche es un posible factor cancerígeno.
Es una advertencia, no un susto.
Y si entrenas o haces ejercicio, cuidado: lo que pierdes durmiendo mal no es grasa, es músculo.
Los saboteadores invisibles del sueño

La cafeína tardía: no te da energía, solo apaga el semáforo del cansancio. Y cuando vuelve la luz roja… el cuerpo pasa factura.
Las cenas pesadas: si comes mucho o muy tarde, tu cuerpo prioriza la digestión, no la reparación.
El calor: el cerebro necesita frescor para liberar melatonina. Si hace calor, se frustra. Y no hay descanso.
Dormir bien empieza cuando te despiertas

La luz natural, por ejemplo, es una especie de despertador biológico.
Le dice al cuerpo que es hora de empezar el día… y unas horas después, de prepararse para el descanso.
Y cuando llega la noche, se vuelve sagrada.
El dormitorio debe ser oscuro, fresco y silencioso.
El colchón, amable.
La ropa, ligera o ninguna.
Las sábanas, suaves como un abrazo.
Una manta con peso. Una respiración lenta. Una pantalla menos.
Todo eso, aunque parezca mínimo, es un acto de cuidado.
Y, por favor, si puedes, evita los somníferos.
Adormecen, pero no reparan.
Duermes, sí. Pero no sanas.
Dormir: el gesto más humano que tenemos
Dormir no es perder tiempo.
Es recuperarlo.
Es la forma que tiene el cuerpo de decirte:
“Tranquilo. Yo me encargo. Mañana estarás mejor.”
Dormir no es parar.
Es volver a empezar, con el alma en su sitio.









