Dejar atrás España, ya sea por motivos profesionales o personales, conlleva una obligación fiscal poco conocida pero devastadora: el Exit Tax. Este mecanismo obliga a tributar por ganancias latentes, incluso si el patrimonio, como las participaciones en una empresa familiar, aún no se ha vendido.
Esta medida, que países como Alemania y Francia ya aplican, busca evitar la fuga de capitales y asegurar que la riqueza generada en suelo español tribute aquí. Lo verdaderamente llamativo es cómo esta normativa ha evolucionado de apuntar a grandes patrimonios líquidos (superiores a 4 millones de euros en fondos o acciones) a impactar directamente en el tejido de la pequeña y mediana empresa española.
La valoración de la empresa no cotizada: un lujo imposible

La teoría económica que sostiene el Exit Tax es clara: si una persona genera riqueza mientras reside en España, el Estado tiene derecho a recaudar sobre esa plusvalía, incluso si no ha sido realizada. Un ejemplo clásico es el de unas acciones compradas a 5 euros y que, con el tiempo, valen millones. Si no se venden, no se paga. Pero el Estado lo ve de forma atónita cuando el inversor o el fundador se marcha a Andorra o a otro país con baja tributación para venderlas allí sin pagar nada.
Sin embargo, el impacto se hace brutal cuando la ley se aplica a las acciones de empresas no cotizadas. El artículo 95 de la Ley del IRPF establece un umbral verdaderamente bajo: si tienes más del 25% de una empresa no cotizada y esa participación supera el millón de euros en valoración, se debe pagar el Exit Tax a la salida.
La pregunta clave es cómo se calcula lo que vale tu empresa si no cotiza en bolsa. El experto Fernando Miralles lo explica con claridad: la ley establece un cálculo que multiplica por cinco el beneficio. Por ello, si un empresario genera un beneficio de 250.000 euros anuales, su empresa ya está valorada en un millón, cayendo directamente en la red de este impuesto.
El fundador y su empresa: cadenas y sentencias
El Exit Tax no solo implica un pago, sino que también funciona como una cadena. La ley establece una diferencia crucial: si el contribuyente se va a un estado de la Unión Europea, el pago del impuesto se aplaza. Pero si el destino es un país fuera de la UE —sea Dubái, México o Estados Unidos— se obliga a pagar la salida inmediatamente.
Esto deja situaciones verdaderamente ilógicas. Un cliente de Miralles, fundador de una startup tecnológica puntera, no pudo marcharse a Silicon Valley durante un par de años para hacer networking y hacer crecer su empresa. ¿El motivo? La ley ata al fundador persona física a su empresa española. Se puede quedar la persona jurídica, pero la persona moral, el fundador, no puede irse sin pasar por caja, limitando su crecimiento.
La controversia se agrava ante la lentitud judicial y la posición de Hacienda. Hay quienes cuestionan que esta normativa sea contraria al derecho de la Unión Europea, que condena este tipo de restricciones. Sin embargo, como el juez es parte del Estado que recauda, se genera una batalla desigual. El contribuyente está vendido ante una justicia lenta que puede tardar hasta ocho años en resolver un caso.
En este contexto, el “acuerdo” con la Administración, que a veces resulta más favorable que ir a un juicio largo, se convierte en una oferta que no se puede rechazar, aunque se negocie desde una posición de desequilibrio. Además, la discrecionalidad del inspector, que a veces actúa como un «justiciero» retorciendo la norma (como en el caso de usar 30 días de vivienda permanente en España para imputar una residencia de un año completo), no hace más que aumentar la inseguridad jurídica.









