Sabina nunca soñó con volar. No de niña, al menos. Mientras otros miraban al cielo imaginando un futuro entre nubes, ella pensaba en ecuaciones, astrofísica y pizarras llenas de fórmulas. Sin embargo, una pregunta de su madre cambió el rumbo de su vida para siempre: “Deja de pensar en qué quieres estudiar y dime a qué te gustaría dedicarte el resto de tu vida”. La respuesta brotó sin dudar: “Mamá, quiero ser piloto”.
Lo que comenzó como una revelación espontánea se convirtió en una carrera de vértigo. Sin tradición aeronáutica en su familia y sin haber tocado jamás un simulador, Sabina se lanzó al desafío de aprender a volar desde cero. A los 20 años, pisó por primera vez un aeroclub y se sintió “como quien encuentra el amor de su vida”. Su camino la llevó de una pequeña Diamond 42 a un imponente Airbus A320 a los 22 años, un salto tan inusual como emocionante. Hoy pilota un A330 en rutas de largo recorrido y acumula más de 4.500 horas de vuelo.
Ser piloto comercial: El vuelo más allá del mito

En el podcast “Supersónicos Anónimos”, Sabina desmonta con algunos de los mitos que envuelven la profesión. “Lo del piloto automático que lo hace todo es mentira”, afirma entre risas. Detrás de cada despegue hay años de estudio, entrenamientos en simulador y una disciplina férrea. “Nos examinan cuatro veces al año. Simulamos fallos, emergencias, condiciones extremas. La aviación es segura porque nada se deja al azar”.
La formación, explica, no es única. Existen vías modulares, universitarias o militares, todas con un mismo destino: obtener la licencia de piloto comercial (ATPL). En su caso, optó por una carrera universitaria, alentada por sus padres que temían que, si un día no podía volar, tuviera un “plan B”. “Mi madre es psicóloga, y siempre quiso que tuviera una base más amplia, que pudiera dedicarme a la gestión o la docencia si algo pasaba”.
Entre el cielo y la tierra
Durante la pandemia, Sabina vivió uno de los momentos más duros de su carrera. Tras cuatro años en pleno auge profesional, pasó más de un año sin volar. “Fue un shock. Pasas de cumplir tu sueño a quedarte en casa sin saber cuándo volverás a despegar”, recuerda. En ese tiempo, solo pisaba los simuladores para no perder la habilitación. “Volver fue como reaprender a respirar”.
Hoy, su vida transcurre entre turnos que cruzan océanos, simuladores que ponen a prueba cada reflejo y una pasión que no se apaga. “Cada vuelo es distinto. Sobre el Atlántico, por ejemplo, repasamos constantemente los planes B. Saber qué harías ante cualquier fallo es parte del trabajo”.
Y aunque reconoce que la fatiga y el jet lag son parte del oficio, asegura que el cuerpo se adapta. “No somos superhumanos, pero aprendemos a escucharnos. Dormir, comer bien, y saber desconectar son tan importantes como manejar el avión”.









