Cada vez son más los alumnos que llegan a clase sin las herramientas básicas para aprender. Hablar con el profesor y doctor en Filosofía Damià Bardera es como abrir una ventana y dejar que entre un aire incómodo pero necesario. En su libro Incompetencias básicas, el autor disecciona sin rodeos el sistema educativo español y sus grietas más profundas. Habla desde la experiencia —más de una década en las aulas— y desde una convicción firme: la educación está colapsando, y lo hace desde dentro.
El profesor convertido en animador cultural

Bardera no disimula el cansancio. “El trabajo de profesor está muy, muy deteriorado”, confiesa. Muchos docentes, dice, se sienten atrapados en un papel que no les corresponde: el de animadores culturales. En lugar de enseñar, deben entretener. En lugar de exigir, deben agradar. “Y lo peor”, añade, “es que todos lo sabemos, pero pocos se atreven a decirlo para no tener problemas”.
La negación del bajo nivel educativo se ha convertido, según él, en un deporte institucional. “Los pedagogistas dicen que los alumnos tienen otras habilidades, pero eso es una excusa”, afirma sin rodeos. “Los llamo trileros.”
Cuenta casos que parecen de otro siglo: alumnos de Bachillerato que no dominan las tablas de multiplicar o no saben leer la hora en un reloj analógico. “La evidencia está ahí, es palpable”, insiste.
El problema de fondo, asegura, es que el sistema rechaza medir el conocimiento, porque hacerlo demostraría su propio fracaso.
Medir, reforzar, recuperar el sentido

Su propuesta es tan sencilla como revolucionaria: evaluaciones externas, sistemáticas y reales, cada dos años, desde Primaria hasta Secundaria. No para castigar, sino para detectar carencias y ofrecer refuerzo cognitivo —no “socioemocional”, aclara—.
“Solo así podremos recuperar la objetividad y el rigor”, afirma, “porque el conocimiento no puede depender de modas pedagógicas ni de emociones”.
Pedagogismo e inclusión: cuando las buenas intenciones se tuercen

Bardera lanza una crítica frontal al pedagogismo, esa corriente que ha convertido la educación en un catálogo de dogmas vacíos.
“Decir que la enseñanza debe partir de los intereses del alumno suena muy bien —ironiza—, pero si el interés del niño es no hacer nada, ¿qué hacemos entonces?”
Lo mismo ocurre con la llamada inclusión, que describe como “una etiqueta mágica” que, en la práctica, ha creado más desigualdad que integración. En Cataluña, uno de cada tres alumnos tiene necesidades específicas. “Imagina una clase con 30 alumnos y nueve tipos de exámenes diferentes”, dice. “Así no se puede enseñar nada”.
El modelo de “dejar al niño ir a su ritmo” se ha transformado en un “dejarlos a su suerte”. Muchos no aprenden a leer ni escribir a tiempo y, más tarde, el sistema maquilla los fallos diagnosticando dislexias sobrevenidas. “No es dislexia, es una oportunidad perdida”, lamenta.
Disciplina, autoridad y consecuencias

Hablar de disciplina hoy parece casi un acto de provocación. Bardera, sin embargo, defiende su valor sin complejos.
“La disciplina externa es la base de la autodisciplina”, explica. “Cuando desaparece la autoridad, la clase se convierte en una selva donde manda el más fuerte.”
Y el panorama actual lo confirma: alumnos que llegan tarde, suspenden o faltan el respeto, pero terminan aprobando con trabajos vacíos, muchos generados por IA.
También reivindica los deberes, esa palabra casi prohibida en el nuevo discurso pedagógico. Citando a Gregorio Luri, recuerda que “cuanto menor sea el apoyo familiar, más necesarios son los deberes”. Quitarlos, dice, es “lanzar a los niños sin apoyo a los leones”.
Profesores desprotegidos y un sistema sin brújula
Bardera habla con preocupación de un profesorado desprotegido, a menudo víctima de agresiones físicas o verbales sin respaldo institucional. Propone que los docentes sean reconocidos como autoridad pública, al mismo nivel que un policía.
A su juicio, los profesores no solo enseñan: contienen, orientan y sostienen. Pero si el sistema los deja solos, toda la estructura se tambalea.
También denuncia la influencia de los lobbies educativos, como la Fundación Bufill o Rosa Sensat, que llevan años moldeando las políticas catalanas desde dentro. “Han creado un ecosistema clientelar, un circuito de puertas giratorias donde los mismos nombres se repiten en cargos y fundaciones”, advierte.
Para él, educar no es seguir modas, sino mantener encendida la llama del conocimiento. Y, en tiempos de ruido y pantallas, esa defensa del pensamiento parece casi un acto de resistencia.









