La infidelidad no solo rompe una relación; también desordena el alma de quien la sufre. ¿Qué pasa cuando el amor se desgasta y, sin avisar, la traición entra por la puerta de una relación? El caso ficticio de Sofía y Luis, creado con fines terapéuticos, podría parecer sacado de una película… si no fuera porque refleja lo que muchos viven en silencio. Una historia común, sí, pero también profundamente humana.
Sofía y Luis tienen 27 años. Se conocieron, se enamoraron con esa intensidad que solo da la juventud y, en menos de un año, ya estaban casados. Todo parecía un sueño: risas, viajes, noches eternas de conversaciones. “Era él, el amor de mi vida”, habría dicho Sofía. Pero los cuentos de amor moderno a veces se escriben demasiado rápido, y cuando llega la rutina, el guion cambia.
De la ilusión al silencio

Durante el primer año, todo fue chispa. Pero el segundo trajo consigo algo que ni ellos vieron venir: la vida adulta. Luis consiguió un trabajo exigente, de esos que te roban tiempo y alma, y poco a poco se fue apagando. Ya no hablaban de lo que sentían, solo de lo que había que hacer: facturas, listas de la compra, compromisos.
No había discusiones. Y eso, lejos de ser buena señal, era el comienzo del distanciamiento. “Mejor no hablar, para no pelear”, pensaban. Pero al no hablar, dejaron de encontrarse. Y así, sin darse cuenta, pasaron de ser pareja a ser compañeros de piso.
La infidelidad: un escape disfrazado de aventura

Cuando Luis comenzó una relación paralela, no lo hizo desde el odio ni la venganza. Fue más bien una huida. Buscaba sentirse vivo, visto, deseado. Algo que ya no encontraba ni en sí mismo ni en su matrimonio.
En terapia, los especialistas describen este patrón como una mezcla de evasión emocional, miedo al conflicto y necesidad de validación.
Luis no sabía cómo decir “no estoy bien”, así que actuó. Mal, pero actuó. Y su escapatoria se transformó en meses de mentiras, mensajes y encuentros. No fue un desliz. Fue una doble vida.
Sofía lo descubrió por casualidad. Una notificación en la tableta, una conversación abierta, y el mundo se le vino abajo. No hizo falta leer mucho: bastaron unas pocas líneas para sentir que todo lo que había creído real se desmoronaba.
El derrumbe emocional de Sofía

Cuando llegó a terapia, Sofía estaba rota. No dormía, no comía, y su mente giraba sin descanso en el mismo círculo de preguntas: ¿Qué hice mal? ¿Por qué no fui suficiente?
Los terapeutas llaman a eso trauma relacional agudo: esa mezcla de dolor, incredulidad y pérdida de identidad que aparece cuando quien debía cuidar, hiere.
El primer paso fue estabilizarla. No se trata de decirle qué hacer, sino de darle un espacio para respirar. Validar su enojo, su tristeza, su confusión. Enseñarle a descargar la rabia sin destruirse por dentro. A veces, eso significa simplemente ayudarla a llorar sin sentir culpa.
Mirar lo que realmente había detrás

Cuando el agua se calma un poco, llega el momento de mirar con honestidad. “La infidelidad fue solo el síntoma visible de algo que ya venía enfermo”, explica la terapeuta ficticia del caso.
La segunda fase de la terapia consiste en revisar la relación sin idealizarla. No se trata de buscar culpables, sino de entender qué se rompió antes de la traición.
Sofía comienza entonces a ver que su matrimonio ya tenía grietas: falta de comunicación, miedo al conflicto, dependencia emocional. La infidelidad fue, en realidad, el golpe final a algo que llevaba tiempo tambaleando.
También se trabaja su autoestima. Que entienda que lo que Luis hizo no fue culpa suya. Que nadie “provoca” una traición ajena. Y que su valor no depende de ser elegida, sino de elegirse a sí misma.








