La llegada de un hijo lo cambia todo.
Las noches, el cuerpo, los silencios. La casa se llena de amor, pero también de cansancio. Y sin darnos cuenta, la pareja —esa que antes era el centro de todo— empieza a desaparecer entre pañales, biberones y listas de tareas que nunca se acaban.
El amor sigue ahí, pero el tiempo, la energía y el deseo parecen esconderse en algún rincón del día. Y de pronto llega la pregunta que pocos se atreven a hacer en voz alta: ¿cómo seguimos siendo pareja cuando todo gira en torno a ser padres?
El amor puesto a prueba

Dicen que tener un hijo es una bendición. Lo es. Pero también es una prueba.
Más de la mitad de las parejas —según varios estudios— ven deteriorarse su relación tras el nacimiento del primer hijo. No porque el amor se apague, sino porque el hijo se lleva toda la luz del escenario.
Los padres quedan detrás del telón, exhaustos, sin apenas espacio para mirarse. Las conversaciones se vuelven logísticas, los abrazos se acortan y las caricias se aplazan para “cuando haya tiempo”. Pero ese tiempo casi nunca llega.
Y aunque suene paradójico, descuidar la relación en nombre de los hijos termina dañando a toda la familia. Porque la pareja es la base que sostiene el hogar; si esa base se resquebraja, todo lo demás tiembla.
Los hijos necesitan padres presentes, sí, pero también necesitan ver que esos padres se siguen eligiendo, que se cuidan, que aún se buscan.
Invertir en el amor, como quien riega algo que quiere ver crecer

El terapeuta Antonio Pucelli lo explica con una metáfora sencilla: muchas parejas viven de los “ahorros emocionales” acumulados antes de la paternidad.
Pero esos ahorros —la pasión, la complicidad, el deseo— se gastan. Y si no se vuelve a invertir, la cuenta queda vacía.
“Hay que volver a invertir en la relación”, dice Pucelli.
¿Cómo? Con gestos pequeños, pero constantes.
Una charla sin interrupciones. Una mano que busca a la otra. Una risa compartida en medio del caos.
Él propone dos reglas simples que cambian mucho más de lo que parecen:
- Conexión diaria: que no pase un día sin preguntarse cómo estuvo el otro, aunque sea en cinco minutos robados al cansancio.
- Salida semanal: al menos una vez por semana, salir solos, sin hijos, aunque sea a caminar.
No hacen falta cenas de lujo ni grandes planes. Lo importante es recordarse. Volver a mirar al otro no como padre o madre, sino como compañero de vida.
Cuando no se cuida esa conexión, el desenlace suele ser el mismo: primero se dejan de hablar de lo importante, luego de tocarse, y un día, sin darse cuenta, el amor se vuelve rutina.
Amar bien también enseña

Cuidar la relación no solo beneficia a la pareja, sino también a los hijos.
Cuando un niño ve a sus padres abrazarse, reír juntos o simplemente mirarse con ternura, aprende algo que ningún libro enseña: que el amor se cuida.
A veces basta con decir: “Espera un momento, estoy hablando con mamá/papá.”
Ese pequeño gesto les enseña a los hijos a esperar, a respetar, a entender que el amor también necesita espacio.
Pucelli lo resume con dulzura: “Ver a sus padres quererse es el regalo más grande que puede recibir un hijo.”
Lo que cambia para siempre

Antonio Pucelli no habla solo desde la teoría. Como padre, confiesa que el nacimiento de su hijo le rompió el egoísmo en mil pedazos.
“Empecé a disfrutar a través de él —recuerda—. Me vi feliz en un lugar que detesto, solo porque él sonreía.”
Cuenta también aquella primera noche en la que su hijo durmió sobre su pecho:
“Sentí que el mundo se detenía. Que todo lo que antes era urgente dejó de serlo.”
Pero incluso en medio de esa plenitud, comprendió algo fundamental: para cuidar a su hijo, tenía que cuidar también el vínculo con su pareja.
El amor que se elige cada día
Los hijos son el corazón de la familia, pero la pareja es su columna vertebral.
Cuidar esa conexión no es egoísmo, es responsabilidad.
Porque cuando los padres se eligen —aun con sueño, aun con el caos—, enseñan a sus hijos el amor más valiente: el que se construye en los días normales, con gestos pequeños, sin promesas eternas, pero con una presencia constante.
Al final, amar bien no es hacerlo perfecto.
Es seguir eligiéndose, incluso cuando cuesta.









