Durante siglos, las abejas han sido aliadas silenciosas de la humanidad. De ellas depende buena parte del equilibrio ecológico del planeta y la producción de alimentos. Pero para Javier, apicultor experimentado, su vínculo con estos insectos va más allá del trabajo. “Dejo que las abejas me piquen las manos porque es bueno para la salud”, afirma sin titubear, convencido de los beneficios terapéuticos del veneno que producen.
Su afirmación, aunque pueda parecer temeraria, tiene base científica. La llamada apiterapia es una práctica conocida desde tiempos antiguos y se utiliza como tratamiento complementario para afecciones como la artritis, la artrosis o problemas circulatorios. El veneno de las abejas contiene melitina, una sustancia con propiedades antiinflamatorias que, en dosis controladas, puede estimular el sistema inmunológico.
Entre la tradición y la ciencia
Javier comenzó en la apicultura hace más de una década. Al principio, confiesa, usaba guantes gruesos y trajes protectores, pero con el tiempo decidió dejar que las abejas hicieran su trabajo de manera natural, incluso si eso implicaba soportar algunas picaduras. “Al principio duele, pero después el cuerpo se acostumbra”, explica. Con los años, asegura haber desarrollado una especie de inmunidad que le permite manipular las colmenas con total tranquilidad.
La relación entre el hombre y las abejas ha sido objeto de estudio en diferentes campos. En Europa, diversos laboratorios investigan la composición química del veneno y su potencial farmacéutico. Si bien no se recomienda que las personas se expongan deliberadamente a las picaduras, los estudios coinciden en que las abejas pueden aportar beneficios médicos cuando su uso está controlado por especialistas.
El caso de Javier demuestra cómo una práctica tradicional puede convivir con los avances de la ciencia. Para él, las abejas no solo producen miel, sino también conocimiento. “Aprendés a respetarlas, a entender su comportamiento y a no tener miedo”, comenta. Su rutina diaria incluye revisar las colmenas, cuidar el entorno y garantizar que las abejas dispongan del alimento necesario, especialmente durante los meses fríos.
El cuidado de las abejas: Una conexión vital con la naturaleza

El trabajo del apicultor no es sencillo. Requiere paciencia, observación y un profundo respeto por el ciclo natural. Las abejas son esenciales para la polinización de cultivos y su desaparición tendría consecuencias graves para el ecosistema. Javier lo sabe y, por eso, insiste en promover la educación ambiental. “Si las abejas desaparecen, desaparece parte de nuestra vida”, repite como un mantra.
Cada colmena puede albergar entre 40.000 y 60.000 abejas, que trabajan incansablemente para mantener el equilibrio del hábitat. En ese universo diminuto, Javier encuentra un ejemplo perfecto de organización y cooperación. Su experiencia personal es una muestra de cómo la apicultura puede ser al mismo tiempo una profesión, una pasión y un acto de compromiso con la naturaleza.
Con serenidad y convicción, continúa su labor, consciente de que las abejas son mucho más que productoras de miel. Son, para él, maestras de resiliencia y símbolo de equilibrio. Y aunque deja que le piquen las manos, asegura que lo hace con respeto y con la certeza de que cada picadura le recuerda el valor de convivir en armonía con lo que la naturaleza ofrece.








